El rompecabezas de la muerte en Rosario (XV)
LLUVIA DE CRÍMENES, SECUESTROS EXTORSIVOS Y ROBOS
A pocos años del inicio de la década del 20, cansado hasta el hartazgo, tras dejar de lado sus incontables intentos de avanzar socialmente apoyado en la honestidad y el trabajo, José Cuffaro comenzó a ser popular en el mundillo del hampa rosarina.
Es así que fue vinculado con el caso del asalto al tren de pasajeros del ferrocarril Central Argentino, ocurrido el 24 de mayo de 1916, en su recorrido Rosario-Retiro, a sólo trece días después que ocupara el cargo del Jefe Político Néstor Noriega, tras el triunfo eleccionario de la fórmula Rodolfo Lhermann- Francisco Elizalde.
El atraco al tren
En los vagones del tren número 20, que había partido de Tucumán, con destino a Buenos Aires, la helada se hizo notar en esa noche del 24 de mayo de 1916.
En su seno, el transporte ferroviario transportaba la recaudación de las boleterías de las estaciones y los sueldos de los empleados del ferrocarril cuando se dirigía hacia su parada en el andén de Rosario Central.
Fregándose las manos, tratando de no llamar la atención, Pedro Alessi, Salvatore Casaliccio, Luis Ansaldi, Antonio Sciabica y Esteban Curaba, todos con boletos de segunda clase, ascendieron al convoy y se ubicaron en el vagón cercano al que transportaba dinero.
Durante un quinquenio el guarda del Ferrocarril Central Argentino Pedro Alessi, que tenía por ese entonces casi 30 años, teniendo perfecto conocimiento sobre cómo se realizaba el traslado del dinero recaudado elaboró con meticulosidad un plan para asaltar el tren.
Oriundo de Raffadale, Sicilia, le presentó su propuesta a José Cuffaro, al que se lo conocía en el submundo rosarino con el alias de Peppo Budello, quien, además, dentro de la mafia siciliana en el Rosario de principios del siglo XX era reconocido como un “capitán”.
Cuffaro, que había sido detenido varias veces por la policía local y que estaba sindicado por los informantes policiales como “mafioso”, trabajaba como conserje del teatro Colón de Rosario –demolido-, donde realizaba las reuniones de logística de sus actividades delictivas.
A minutos de partir el tren de la estación Rosario Central, Alessi con el rostro cubierto y a punta de pistola, junto a sus cómplices, ingresaron en el vagón de la recaudación bajo la vigilancia de Amadeo Fiori, el cajero Nazareno Cestola y el estafetero José Barrutti quienes sin posibilidad de resistir, fueron reducidos y maniatados.
Fue Alessi, con una tenaza, quien comenzó a cortar las cadenas que sujetaban las cajas de la recaudación, los depósitos bancarios, el dinero en billetes, las monedas y los sueldos del personal que serían abonados a principios de mes. Luego accionó una palanca automática del convoy que hizo disminuir su marcha hasta su detención total frente al predio del Mercado de Hacienda, donde en un sulky los esperaban Cuffaro y Curaba.
El tren se había freando a apenas media cuadra de la estación Coronel Aguirre y el maquinista Domingo de Francesi, que desconocía que se había producido un robo, bajó de la locomotora con una antorcha en la mano buscando el desperfecto.
En ese momento el cajero Céstola, que había logrado desatarse, comenzó a solicitar auxilio y el maquinista alertado reanudó rápidamente la marcha del tren, mientras que el guarda de la estación a la que se estaba acercando al tren para ver qué había pasado, cuando escuchó los gritos volvió corriendo a la estación para llamar a la policía.
Los asaltantes que obviamente no contaban con este imprevisto tuvieron que apresurar el atraco y empezaron a arrojar al campo las cajas con el dinero, y en vez de saltar cuando el tren se detuvo, tuvieron que bajarse en la estación.
En la oscuridad, Cuffaro y Curaba lograron subir al sulky las tres cajas, aunque en la desesperación de apurar su cometido perdieron alrededor de 30 bolsas de dinero, que eran las que contenían el grueso de la recaudación.
A todo esto, Juan Curaba encargado de agarrar los sacos del dinero, se confundió y se llevó uno que tenía estampillas. Los ladrones al percibir el arribo de la policía, se desbandaron dejando en el lugar las pruebas del delito, como herramientas, sombreros, linternas y cortafierros.
En la fuga, Cuffaro y Juan Curaba se dirigieron a bordo del sulky al barrio Sáenz Peña, que era el lugar acordado por la banda para encontrarse y en un descampado ocultaron en un pozo el total de solamente 2.254,74 pesos de los 17.274,84 que transportaba el tren.
Sciabica y Ansaldi se fueron al barrio Saladillo, mientras Alessi, Esteban Curaba y Casaliccio se ponían a cubierto de la persecución policial huyendo a pie. Al día siguiente, la banda se repartió el botín dejando como corresponde al “capo” Cuffaro 1.734,74 pesos, mucho más de la mitad de lo robado, mientras que el resto de la banda se repartió lo que quedaba.
La totalidad del personal del tren fue detenido y luego liberados, a excepción de los custodios del furgón que llevaba el dinero que, hasta que se comprobó su inocencia estuvieron 15 días tras la rejas.
La policía el 30 de mayo capturó a un siciliano al que no se le pudo probar nada y los verdaderos ladrones no pudieron utilizar el dinero debido a que se hizo pública la numeración de los billetes de cincuenta pesos que se encontraban entre el dinero robado.
El magro resultado del atraco hizo que la banda se volcara a los secuestros extorsivos. Es así que Peppo Budello y Francisco Ulisano secuestraron a un tal Moressi, que también era siciliano y conductor del coche de plaza Nº 3 -un sulky con capota-. Los secuestradores luego de hacerlo recorrer varias direcciones, finalmente lo llevaron a un lugar despoblado, donde en una casa de las afueras de Rosario lo mantuvieron encerrado en un sótano.
Tras el pago del rescate, llevaron a Moressi hasta la parada del tranvía para que pudiera regresar a su casa. El secuestrado le dijo a la policía que había estado todo el tiempo con los ojos vendados y que no podía reconocer a sus secuestradores. Cuando el 19 de septiembre, tras algunos meses de investigar el atraco al tren y a algunos secuestros, la policía emitió la orden de captura sobre Cuffaro, se lo describió como “jornalero con instrucción y once años de estadía en el país, de 1,69 m., blanco, cabello castaño oscuro, bigote más claro, barba afeitada”. En el allanamiento de su habitación, en el teatro Colón, se pudo encontrar que escondía armas, cachiporras y balas [1].
Lluvia de delitos
Tras este episodio se desencadenó la lluvia de robos, secuestros extorsivos y asesinatos. El 15 de julio de 1916 Cuffaro y su banda secuestró al cochero José Zapater, auriga de un coche de plaza, por el que se exigió la suma de 400 pesos que su padre pagó.
A pesar de ello, los mafiosos, no conformes con el rescate pagado por el padre del mismo, Miguel Zapater, asesinaron a este último.
Noriega, con la presión social sobre sí, presuntamente fogoneada por el periodismo, decidió avanzar hasta las últimas consecuencias con su investigación y logró ubicar el domicilio de los delincuentes –9 de Julio al 2300, entre Alvear y Santiago- que formaban la banda de Cuffaro, donde los detuvo mientras realizaban una reunión.
Cuffaro, junto a Esteban y Luis Curaba lograron escapar del operativo, pero no pudieron hacer lo propio Vicente y Antonio Amato, Juan Curaba, Casalichio, Schianza, Nocera, Schiaviglia, Ansaldi y Farruggia.
No había ya dudas, la mafia estaba extendida en Rosario y alcanzaba, en parte, al casco céntrico, así como a los barrios Ludueña y Mendoza, mientras que al norte comenzaba a extender sus tentáculos a Ibarlucea.
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Y ya que hablamos de secuestro, podemos acotar que era ese mecanismo una de las tres patas que completaban la mafia y la ciudad. Aprovecharemos entonces para apuntar que el secuestro, seguido de extorsión, que se utilizaba como engranaje delictivo, se dividía en etapas.
En primer término se hacía una labor de inteligencia para conocer el medio en que se movía la víctima. En esta fase se contactaba al entregador, alguien cercano a la persona a secuestrar y que solía estar ligado a la organización mafiosa.
Estos individuos, a los historiadores, los hacían recordar a los “vichadores”, esto es malvivientes de tez blanca, renegados o comerciantes compradores de ganado y otros productos robados que servían de informantes y entregadores a los malones indígenas en el siglo IX, en el ámbito de la llanura pampeana, tema al que nos referimos en la primera parte de esta investigación.
Luego se procedía a la captura de la víctima con la menor violencia posible y se la trasladaba al lugar de ocultamiento, donde permanecía hasta el pago del rescate.
La fase posterior implicaba el pedido de dinero a los familiares a través de cartas que escribía la víctima a mano levantada. En el texto, la víctima rogaba por su libertad, agregando que se hallaba en buen estado de salud y que accedieran sus parientes al pago.
Una vez que los familiares admitían el requerimiento, los mafiosos les daban una serie de complejas instrucciones para impedir que les tendieran una trampa a quiénes iban a recoger el dinero. Por último llegaba el tiempo de liberar al cautivo y el reparto de la plata entre los componentes de la gavilla.
La mafia local utilizaba para sus operaciones–reuniones y ocultamientos de cautivos-domicilios particulares o lugares de trabajo pertenecientes a los miembros del grupo delictivo. La organización mafiosa, con el tiempo, se fue diferenciando internamente, ya que en un principio eran todos sus componentes personas de estratos sociales humildes –el mafioso Juan Galiffi, era un agricultor-pero con el correr de los años y gracias al desarrollo de sus habilidades marginales, se transformaron en capos destacados, al mando de sus subordinados que acataban órdenes por una simple razón: les convenía económicamente, ya que tenían múltiples deudas contraídas o por temor.
Los lazos entre capos-subordinados eran clientelares, razón por la cual, en el tiempo la asociación se transformaba en una “gran familia”, que de vez en cuando sufría desastres internos en su estructura al surgir, entre los detenidos por la policía, alguien que rompía el código de silencio –Omertá- y la unidad se disolvía de manera total o parcial, según los alcances de la “batida”.
Los primitivos lazos que unían a las “familias” de Rosario eran la procedencia de un mismo lugar o aldea. Por eso se trataban de “paisanos” que implicaba, en muchos casos, la caída de familias enteras, como por ejemplo los Vinti y los Curaba, en las que esposas, cuñados e hijos actuaban en consuno para delinquir.
Para ese entonces se distinguían dos personajes siniestros entre los delincuentes que asolaban Rosario. Nos referimos a Alí Ben Amar de Sharpe-más conocido como Chicho Chico– [2], audaz y más ambicioso que su contrincante Juan Galiffi (a) Chicho Grande– o “El inmigrante”, nacido en un pueblito de Sicilia (Ravanusa), Italia, el 9 de diciembre de 1892, quien había llegado a nuestro país en 1910. Con su llegada a Rosario, proveniente de Gálvez[3], la familia mafiosa se agrandó considerablemente, siendo Curaba su lugarteniente.
Juan Galiffi empezó desde abajo, como peluquero, y luego abrió una “fonda” en Alejandro Aldao 1921 –donde revendía objetos robados-, tras lo cual, al crecer económicamente se animó a montar un negocio de venta de licores.
Se casó con Rosa Alfano y vivía en Rosario, en Mitre 1379, aunque su primer domicilio en Rosario fue el de Iriondo 13. En julio de 1914 se mudó a 9 de Julio 850 y desde allí, como señalamos, se mudó a Gálvez. Un informe policial aportó datos sobre la adopción de su hijo Salvador, cuyo padre sería Antonio Spinelli[4], el primer esposo de Rosa Alfano.
Galiffi, un sujeto letal, con un manejo personal dominado por códigos rígidos, que manipulaba también el negocio del mercado de frutas y vegetales, vendía protección a los comerciantes a través de la “Mano negra”. Incluso protegía los negocios derivados de la actividad prostibularia de la Zwi Migdal, aunque no le hacía asco a la usura y las estafas.
A todo esto, los Dainotto actuaban en el barrio Echesortu y los Pendino tenían a su cargo la zona de Avenida Pellegrini.[5]
La mafia controlaba el tráfico de la verdura y, paralelamente, abría locales políticos de cualquier partido. Luego de arreglar que “recibirían a cambio”, los miembros de la colectividad correspondiente eran “invitados” a votar por el candidato elegido y para lograr el objetivo, si era necesario, se apelaba a la violencia y al fraude mediante el denominado “vuelco de padrones”, la sustracción de urnas y hasta el incendio de locales de los resistentes, delitos que no eran considerados graves. Obtenido el monopolio, la mafia ponía los precios y aquellos que estaban contra el sistema imperante, aparecían muertos.
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El 6 de julio de 1918 el caudillo radical Néstor Noriega recibió una enérgica nota del personal policial, reclamando el pago de haberes retrasados. La misma estaba fechada el día anterior. Ya los policías habían notificado al ministro de Gobierno lo decidido en una asamblea. Los policías daban a Noriega, en su petición, un plazo de 24 horas para que pagara los meses de sueldos -febrero a junio- que les debían.
Para colmo, a los agentes se los obligaba a desfilar, con motivo de los festejos del 9 de julio. A pesar de ello, Noriega negó importancia al reclamo, mientras que la prensa, por el contrario, se hizo eco del mismo. Aquel mes de julio se multiplicaron las protestas hasta que se consiguió el pago de dos meses. La situación empeoró y el 8 de diciembre el cuerpo de bomberos se aprestó para un motín.
Tras intentar infructuosamente, mediante notas enviadas al gobernador radical de Santa Fe, Rodolfo Lehmann, para que se les abonaran los más de seis meses de atrasos en los sueldos, los agentes y bomberos fueron a la huelga.
El 9 de diciembre de 1918, aproximadamente, 150 manifestantes se congregaron en una esquina céntrica de Rosario. Eran policías sublevados que exigían el pago de remuneraciones. El sueldo básico de un policía alcanzaba a 70 pesos y por el accionar de los usureros, los agentes cobraban sólo 32.
Los policías se organizaron en asambleas y formaron piquetes. Intentaban formar una sociedad de empleados y agentes de policía y bomberos. El Sindicato de Vendedores de Diarios cedió su local para que se hiciera la reunión. Los reclamos votados en el cónclave incluyeron la exigencia del pago de los sueldos en su totalidad, el establecimiento de 100 pesos de sueldo como mínimo, la abolición de toda instrucción militar y el pedido de que los bomberos no tuvieran funciones policiales.
El gobernador dispuso la cesantía de los policías plegados al movimiento y pidió el apoyo del Regimiento 11 de Infantería para reprimir a los huelguistas. Distintos gremios simpatizaron con los policías que habían dejado de trabajar sin cobrar y decidieron recorrer la ciudad junto a los efectivos policiales.
Soldados y oficiales del Ejército Argentino reprimieron con sus armas a los policías y a la población y produjeron una matanza y decenas de heridos. Como si esto fuera poco, días después, el gobierno nacional reforzó las fuerzas represivas con el envío de unidades de Caballería e Infantería y, como resultante, varios agentes fueron detenidos y en los medios de comunicación se señaló que 688 efectivos se habían plegado a la huelga. Muchos de ellos terminaron encarcelados y apaleados por militares cuando se presentaron a entregar sus armas y uniforme. Los puestos vacantes fueron ocupados por policías del interior de la provincia, conscientes que mejoraban su situación personal caminando sobre los cuerpos inermes de sus compañeros.
La policía aprovechó “la volada” y engrilló a dirigentes anarquistas. Es más, las autoridades políticas no hicieron nada para evitar que la burguesía elaborara el concepto de que detrás del episodio vivido se asomaba desembozadamente un complot, lo que era falso. Así como también era mentira que los anarquistas eran los responsables ideológicos. Obviamente no se mostraron pruebas que justificara la existencia de una ideología bolchevique tras la medida de fuerza implementada.
Desde Montevideo, el embajador argentino se comunicó por esos días con el ministro del Interior de Irigoyen para expresarle la inquietud existente entre los uruguayos por la huelga policial generada en Rosario. Los oficiales de inteligencia uruguayos sostenían que anarquistas catalanes y maximalistas rusos estaban al frente de la agitación social y sugirieron al gobierno de Uruguay que cesanteara a los agentes de origen español que cumplían funciones en Uruguay, a la vez que recibió como respuesta que implementaran una vigilancia más estrecha en las zonas de Montevideo habitadas por europeos y judíos a los que se consideraba afiliados a sociedades terroristas.
[1] Licenciada Alicia Di Gaetano.
[2] Un informe confidencial del Ministerio del Interior, enviado por el Consulado de Italia, a la policía de Rosario, desde Roma el 16 de diciembre de 1933, consignaba que Chicho Chico nació en Palermo el 9 de febrero de 1898. Agregaba el informe que era hijo de Vicente Marrone y Taormina Antonina. Ya había actuado como mafioso en su ciudad natal, dodne había asesinado el 16 de junio de 1924 a Luigi Donatolla; el 16 de julio de 1926 a Vicente Palazzolo y dos días antes había sido imputado de asociación Ilícita. Debido a ello había fugado a Marsella el 3 de enero de 1930, donde fue localizado. Se pidió su extradición a Francia, pero logró escapar a Buenos Aires y desde allí se dirigió a Rosario.
[3] Raúl Peralta, un agente encubierto realizó en Gálvez un intensa investigación sobre Juan Galiffi y luego remitió a sus superiores un pormenorizado informe acerca de las actividades delictivas del mismo. Los datos suministrados por el “espía” fueron incorporados al prontuario 34.704 de la policía rosarina.
[4] Antonio Spinelli falleció en 1919.
[5] Juan Palacios, cronista de Policiales en La Tribuna. Declaraciones realizadas el 20de octubre de 1974.