Noches de ronda y matanzas de perros cimarrones
Con la llegada a la Villa del Rosario de las primeras sombras, tras el ocaso, las calles de tierra se despoblaban rápidamente y – la zona central- comenzaba a ser transitada por las que fueron las primeras rondas policiales.
Las barriadas eran propiedad exclusiva de elementos de mal vivir.
Las informaciones sobre “asaltantes, merodeadores y desertores asesinos del Ejército, dedicados de lleno al delito se multiplicaban y los vecinos obligados por las circunstancias a trasladarse de noche impusieron una nueva modalidad: llevar un reloj de bolsillo con un silbato en la cadena, a los efectos de convocar a la policía en caso de ser asaltados o atacados”.[1]
Para colmo, la proximidad de los mataderos y saladeros de carne, trajo a Rosario, en la segunda mitad del siglo XIX, una invasión de perros cimarrones, atraídos por el olor a sangre fresca y el de los basurales a cielo abierto.
Las jaurías hambrientas recorrían las calles tanto de día como de noche. En horas de la madrugada, habitualmente arrastraban por las calles de tierra, pobremente iluminadas, cabezas de reses, espinazos y huesos, mientras eran, de manera circunstancial, cruzados por vecinos que debían estar prevenidos con armas para defenderse de los canes que les ladraban furiosos o los atacaban a dentelladas, al suponer estos últimos que intentarían robarles su preciada presa.
La policía para terminar de cuajo con ese tipo de problemas “realizaba matanzas a sablazos y garrotazos”[2], tarea que llevaban a cabo los agentes que se reunían en la intersección de 1º de Mayo y San Juan, quienes no eran otros que los ya anteriormente mencionados vagos reclutados por la fuerza y delincuentes condenados al servicio de las armas.
Los alrededores de la ciudadela estaban minados de fondas y bodegones, donde los reclutados se hallaban reunidos pasando el día hasta las primeras horas de la noche, momento en que eran convocados a cumplir su tan específico servicio. Mientras esperaban las órdenes, aprovechaban para llenar sus tripas con vino tinto carlón de la peor calidad, mientras masticaban mondongo cocido o comían carbonada –guiso de carne, choclo, zapallo, papas, arroz y ocasionalmente durazno- y puchero.