El rompecabezas de la muerte en Rosario (Parte VI)
ROSAS, AMENDOLARA Y LAS PRIMERAS REDES DE ESPÍAS
Juan Manuel de Rosas “El Restaurador”, o sólo planificó y puso a funcionar una red de espías para atrapar a los indios Ranqueles. Además, no descansaba en organizar una estructura militar, la que utilizó para algo más provechoso aún: generar una sensación de inseguridad colectiva y especular con el miedo que producían las muertes de dueños de campos, -tareas que tenían a su cargo los sicarios que él mandaba para comprar a precio vil el ganado de los asesinados, siendo luego los animales utilizados para repoblar sus campos.
Juan de Anchorena, socio de Rosas[1], especulaba también con el miedo a los malones y con ese mecanismo llegó a comprar 4.000 cabezas de ganado. No debe olvidarse que la carne era el principal negocio, razón por la cual proliferaban los saladeros.
Rosas, advertido de la necesidad de lograr el control social para gobernar decidió lograrlo a través de la manipulación y la seducción. Los unitarios esperaban de él que lograra calmar a la plebe y que evitara la anarquía. Así, se creyó a sí mismo una encarnación terrena de Dios.
Los días de terror y muertes por venir no estaban lejos.
Corría el año 1823 cuando Florencio de Amendolara advirtió también, gracias a su red de informadores, que en vez de organizar ataques de aislados malones, se estaba trabajando en la preparación de una organización guerrera, dispuesta a aniquilar “blancos ambiciosos”.
La recolección de la información que receptó Amendolara no modificaba los planes básicos habituales de los ataques que ponían en funcionamiento los malones, esto es un primer accionar de los “bomberos”, indios que conformaban una avanzada que tenía la tarea de recorrer campos para detectar en su camino a víctimas fáciles.
Luego se completaba el ataque con el apoyo de sus “socios”, gauchos –mezcla de españoles e indios Pampas y Ranqueles- alzados contra la autoridad, simples desertores de los fortines, bandoleros y forajidos llegados de Chile, obligados por el hambre a cruzar la cordillera. Todos vivían en tolderías y se incorporaban a los malones con una crueldad indescriptible, cuyos fines eran robar ganado, matar hombres y niños, así como secuestrar a las mujeres que acompañaban a los ejércitos.
Así se terminaron de armar las bandas de Pincheira y “El Negro”, las que en sus ataques vencían una red de espinas aceradas que rodeaban los fortines. Para ello provocaban, previamente, incendios en torno al fortín.
Cuando Rosas asumió su segundo gobierno el 13 de abril de 1835 hizo hasta casi lo imposible para expandir la división nacional con el objetivo de fortalecerse políticamente.[2]
La teoría del enemigo interno
Para lograrlo, apeló a su teoría del enemigo interno, que explicó al asumir la legislatura de Buenos Aires. Con la aplicación de dicha teoría, la libertad, la justicia y la paz social siempre están amenazadas y, de esa manera, justificó la necesidad de la dictadura.[3]
“Que de esa raza de monstruos no quede uno entre nosotros y que su persecución sea tan tenaz y vigorosa que sirva de terror y de espanto (…) el Todopoderoso dirigirá nuestros pasos”, afirmó con desparpajo Rosas[4], quien llegó a poseer 400.000 hectáreas y se ubicaba en el 10º lugar en el ránting de los terratenientes de ese entonces, tiempo en el que los Anchorena se hallaban en la pool posición con 800.000 hectáreas.
Eran tiempos en que los alambrados no se colocaban y la hacienda cimarrona pastaba casi sin control. Eran épocas en que los empleados eran soldados del patrón, quien supervisaba todo el andamiaje desde el casco del campo, en conexión permanente con el puesto, que estaba a cargo de un capataz.
De esta manera, los fortines se habían convertido en una avanzada del genocidio indio.
La política de exterminio
“Toda política de extermino debe comenzar por excluir de los terrenos de la condición humana a aquellos que se propone exterminar”.[5]
Para combatir al infiel hasta exterminarlo, fueron construidas líneas de fuertes pequeños –fortines- las que fueron consideradas el principal punto estratégico para perpetrar un genocidio vestido con ropajes de “conquista del desierto”, o para decirlo con absoluta claridad: el territorio no controlado militarmente por los españoles y, luego, por los criollos. Las líneas avanzaban con cada nueva invasión o retrocedían ante los ataques de los aborígenes.
Entre cada fortín había una distancia aproximada de un par de leguas –10 kilómetros-, habiendo dos líneas de fortines que se encontraban, una al sur, en la región pampeana, mientras que la restante estaba al norte, en la región chaqueña.
Aunque no parecía haber existido un plano único para la construcción de todos los fortines, la mayoría estaban erigidos sobre un terreno plano y elevado, donde se armaba una rústica empalizada de troncos que hacía las veces de muro perimetral rectangular que rodeaba un recinto de 100 a 500 metros cuadrados.
El interior era una suma de ranchos en los que habitaban hacinados los oficiales y el fortinero, sumándose la barranca destinada a la tropa, un arsenal distanciado para evitar accidentes mortales por errores de manipulación, una prisión más que rudimentaria, donde terminaban los soldados y gauchos rebeldes, un establo, un depósito de alimentos, infectado de ratones de campo, una precaria capilla, una pulpería para solaz de la tropa de licencia transitoria, una enfermería, un sitio para agrupar a la caballada y un mangrullo –de no más de 10 metros de altura- levantado con leños, el que era utilizado para divisar en el firmamento las hordas de indios o el regreso de la soldadesca que salía “a la descubierta”, cada ocho noches, a detectar indios “bomberos” o a cazar animales para subsistir.
El grupo de soldados no podía prender fuego ante la posibilidad de ser sorprendidos a la distancia por los indios que rastreaban los campos como “espías”, debiendo aguantarse las heladas y el sol abrasador del mediodía, el viento Pampero que rugía y las lluvias interminables. Si la patrulla detectaba a los indígenas, debían regresar de inmediato al fortín para avisar del posible ataque de algún malón.
Los indios también sufrían lo suyo en las llanuras casi infinitas, pero tenían la alternativa de saber donde estaban las cuevas que utilizaban para guarecerse del mal tiempo.
El aludido muro perimetral del fortín estaba secundado hacia el exterior por un ancho y profundo foso para detener o complicar el ataque de indios a caballo.
Con el correr de los años, algunas de estas precarias construcciones, originaron ciudades como Bahía Blanca, Tandil, Villa Mercedes, San Rafael, Morteros, Chascomús, San Antonio de Areco y Río Cuarto.
La vida en el fortín no era precisamente fácil y nadie se metía en ellos por voluntad propia. Sus habitantes circunstanciales estaban habitualmente mal alimentados, peor vestidos y la tropa, especialmente, era objeto de constantes castigos por causas, a veces, injustificables.
Es más, los soldados, obligados a estar en los fortines, no tenían nunca la certeza de cobrar sus pagas en tiempo y forma. Se levantaba al alba, con el toque del clarín para trabajar todo el día casi sin descanso y por las noches, sufrían bajas temperaturas en más de una oportunidad por no contar con mantas, elemento que tenían asegurados los caballos, pues los oficiales consideraban a estos últimos como más importantes que los hombres.
[1] Rosas tenía a los gauchos como sus seguidores fieles y utilizó a los mismos para dejar que aterrorizaran a los ciudadanos de Buenos Aires a través de la Mazorca
[2] Ver La Unidad Nacional de Ricardo Font – Escurra
[3] Ver Ibarguren .Ob. cit, pág. 145. La teoría rosista justificaba la rapidez de los procedimientos que, a su vez, hacía lo propio con el avance del Poder Ejecutivo sobre la justicia.
[4] Ibarguren. “El gaucho de los cerrillos”. ob. cit. pág. 213.
[5] José Pablo Feinmann. Filosofía y Nación . Buenos Aires. Editorial Ariel. 1996. Pág. 246