El rompecabezas de la muerte en Rosario (Parte II)
EL TEMPLO DE LA JUSTICIA Y EL PODER
Martín Suárez de Toledo, en tono firme y con el rostro adusto extendió su brazo derecho con la orden en su mano que el alguacil mayor de las Provincias del Plata Juan de Garay, -hijo de Clemente López Ochandiano y Catalina de Zárate[1] -tomó con la educación que se requería.
De inmediato, como si estuviera en una corte del reino español, mediante un gesto de estudiada obediencia inclinó su cuerpo, mientras colocaba su brazo en semicírculo en señal de obediencia.
Tras el consabido saludo a un superior Garay se retiró luego, pausadamente, dejando la luz mortecina del cuarto y, ya en el patio de tierra, con un transitar presuroso comenzó a imaginar, bajo un cielo gris que descargaba una tenue y persistente llovizna, el alcance de la nueva misión que se le había encomendado: facilitar las comunicaciones entre Asunción y la metrópoli, utilizando como medio de interrelación el amarronado río Paraná.
También se le abría, con el mandato otorgado, la posibilidad de establecer un puerto para volcar allí la plata que obtuviera a sangre y fuego, si fuera necesario.
Así, Juan de Garay pudo hacer suya la máxima de toda la administración española en esa parte de América: “Abrir puertas a la tierra”, a pesar de todo tipo de enemigos, con la que se quería precisar la necesidad de fundar ciudades para romper el aislamiento de Asunción hacia el Alto Perú –centro político y económico de la época- y el mar del sur.
A los pocos días después de haber escuchado y recibido por escrito las precisas órdenes a implementar, mientras completaba el equipo destinado a la misión que se le ordenara, el conquistador que nos ocupa, de manera paralela, dispuso el envío de un grupo de soldados a cargo de Francisco de Sierra, quien tenía el objetivo de recorrer la margen izquierda del río aludido, -esquivando los bosques- y de trasladar carretas, ganado, otros equinos y todos los elementos necesarios para una fundación, entre los que había pertrechos, semillas, gente de servicio y una fragua.
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Otro de los grupos partió con el mismísimo Garay y los dos se encontraron en La Punta del Yeso –frente a la actual Cayastá- para avanzar por el río San Javier, entonces llamado río de Las Quinolazas.
En una breve y estudiada ceremonia religiosa, junto a un grupo de 80 jóvenes “mancebos de la tierra” transportados en un bergantín, otras embarcaciones de menor calado en las que llevaba, además, caballos, 75 nativos guaraníes y 9 españoles, el 15 de noviembre de 1573 Garay ordenó que se cavara con celeridad un foso profundo para plantar el rollo –un madero redondo de apreciable tamaño y altura, sin labrar, que serviría de templo a la justicia para las ejecuciones por condenas a muerte- en la que sería el centro de la Plaza Mayor de Santa Fe.
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Mediante el rito que nos ocupa, -junto a quienes representarían al futuro funcionariado y un escribano-, Juan de Garay[2], de pie, con la mirada fija en el infinito cielo, sólo transitado por algunas nubes y alzando su espada, estableció el asentamiento de Santa Fe de la Vera Cruz y a través del acta fundacional designó, además, alcaldes a Juan Espinosa y Ortuño de Arbildo, a quienes acompañaron como regidores, Benito de Morales, Hernando de Salas, Mateo Gil, Diego Ramírez, Lázaro Veniablo y Juan de la Cruz.[3]
A esos cargos se les sumaron otros oficios como el de alguacil mayor, aunque vale apuntarlo, transcurrirían algunos años para que la función policial denominada alguacilazgo entrara en ejercicio.
El alguacil mayor es la designación con la que se encarecerá el oficio, al extenderse el nombre a otros cargos de inferior valor –alguaciles menores- que por su afinidad funcional caían en la excepción general de aquél.
El alguacilazgo fue una de las instituciones más antiguas en la administración española. De origen romano y visigodo figura en los documentos históricos con un nombre árabe.
Así fue designado por vez primera en el fuero Viejo de Castilla, en los inicios del siglo XIII. De su aplicación nos habló circunstancialmente Alfonso el Sabio, en la Ley XX del Título IX, de la segunda partida, cuyo texto reza, entre otros conceptos:
“Alguacil llaman en arraigo, aquel que ha de aprender, e de justicciar los omes de la corte del rey, por su manadao o de os juezes que judgan los pleytos”. (sic)
El antecedente más arcaico de la distinción del cargo de alguacil lo da una pragmática de Juan II de Castilla, de 1436, inserta como Ley II de título XXIII, libro IV, de la Nueva Recopilación de las leyes de España, dispuesta por Felipe V, aprobada por él en 1745. Era una ley relativa al juramento de los alguaciles mayores y sus tenientes y a la prohibición de traspasar el oficio.
El cargo de alguacil adquirió con el tiempo una mayor significación, siendo la máxima autoridad policial, judicial y administrativa. Asimismo, comportaba un título honorífico y un privilegio.
Es así que a un quinquenio de haberse iniciado esta historia en la hoy provincia de Santa Fe –un 15 de agosto de 1578 [4] -en las actas del Cabildo, se puede hallar el documento por el cual el conquistador Juan de Garay puso en funciones al regidor Bernabé de Luján, en el cargo de alguacil mayor de Rosario, a los efectos de que “tome las medidas conducentes a organizar la policía y la justicia”.
Al establecer debidamente la nómina de alguaciles mayores, nos encontramos con estos protagonistas:
Juan Rodríguez Vancalero 15/08/1584
Felipe Juárez 01/06/1592
Pedro de Medina 02/04/1593
Capitán Sebastián de Aguilera 25/10/1593
Alonso de San Miguel 28/06/1594
Sgto. Mayor Juan Bautista de la Vega 14/01/1615
Cristóbal González 16/05/1615
Juan García Ladrón de Guevara 01/01/1619
Antonio Calderón 14/01/1625
Previamente a la designación de los alguaciles mayores, se habían decidido en Santa Fe los nombramientos de los alcaldes de la Hermandad o Santa Hermandad, una cuadrilla o grupo de ronda de gente armada, destinada a perseguir a asaltantes de caminos y malhechores, a los que eliminaban, en muchos casos sin rendir cuentas a nadie.
La institución, como tal, se había establecido en tiempos de anarquía feudal y tuvo, como finalidad política, resistir a la opresión de la nobleza, reprimir determinados crímenes que las justicias señoriales permitían e incrementar el poder del trono que no tenía suficiente fuerza para contener la violencia y la agitación intestina causada por los “señores”.
En este caso aportamos un listado de alcaldes de la Hermandad, hasta el presente no suficientemente conocidos:
Juan de Espinosa – Diego Bañuelo 01/01/1577
Pedro de la Puente –Hernán Sánchez 01/01/1578
Capitán Antonio Toma 10/02/1583
Juan Osuna – Diego Suárez 01/01/1616
Agustín A. Martínez 02/02/1616
Juan Jiménez de Figueroa – Luis Lencina 01/01/1617
Miguel de Santucho – Juan Sosa 01/01/1618
Pedro Martínez – Antón Martín 01/01/1619
Sargento Bautista de Vega 01/01/1620
Alonso Fernández Montiel 01/01/1621
José Negrete – Diego Hernández 01/01/1623
Bernardo Centurión – Francisco de Oliver 01/01/1625
Al designar los primeros alcaldes, el general Juan de Garay, teniente de gobernador y capitán general y justicia mayor y alguacil no nombró a los de la Santa Hermandad. En esa época no existía tal necesidad.
Algunos años más tarde las autoridades se vieron precisadas a hacerlo, siendo quizás el incremento poblacional el motivo por el cual se vieron determinadas a formalizar tales designaciones en pequeños poblados que se iban creando en zonas por ese entonces desérticas y en las que al formarse nuevas urbanizaciones de más de treinta personas era necesario brindarle seguridad.
Las obligaciones de los alcaldes eran extensas y de suma importancia. Estaban obligados a aceptar el cargo por un año, sin reelección, salvo incapacidades plenamente justificadas.
En caso de negativa por parte del elegido, el destierro era una de las alternativas. La restante era la aplicación de multas.
Las condiciones personales de los candidatos eran estudiadas por el Cabildo, organismo que debía justificar que el designado era una persona de bien, honesta, cristiana y limpia. Por otra parte, no debía el nuevo funcionario tener procesos anteriores o al momento de la elección por robos, hurtos, infamias ni haber sido inculpado de otros delitos. Las ironías del destino hacen que en ese tiempo había pocos habitantes y muchos en condiciones de ser elegidos por su honestidad e inexistencia de antecedentes penales. Hoy por hoy, la ecuación se ha modificado, hay muchos habitantes y pocos sin antecedentes.
El nuevo alcalde debía, por su parte, probar que tenía suficiente patrimonio económico para mantener caballos y armas con que servir sus empleos y bajo órdenes del Cabildo “estar siempre pronto cuando se ofrezca alguna empresa propia de la Santa Hermandad”. Actualmente abrimos las páginas de los diarios y vemos con angustia que individuos nombrados sin patrimonio se retiran o los “expulsan del cargo” millonarios.
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Antes que en 1689 el capitán Luis Romero de Pineda recibiera como merced tierras, se produjeron cambios notables. Los indios calchaquíes merodeaban por las mismas, reducidos y manipulados por los sacerdotes franciscanos, quienes fundaron una población que se asentó en Pago del Salado.
Sin embargo, ese nuevo modo de vida no iba a perdurar. Los salvajes del Chaco destruyeron todo en un ataque tan sanguinario como certero.
Fue entonces que el aludido capitán, en el territorio apuntado –ubicado a 27 leguas de Santa Fe, desde el río Paraná al este; el arroyo Saladillo (hoy Ludueña) al norte; paraje Matanzas al sur y al oeste todo lo que no tuviera propietario-, reconstruyó el caserío y le dio un nombre: Pago de los Arroyos.
Fallecido Pineda, sus hijas lo heredaron y como consecuencia de ello comienza la división de tierras en parcelas y, lentamente, en las mismas, se suma población que con ayuda nativa levanta un caserío.
Las estancias se incrementaron progresivamente hasta el primer tercio del siglo XVIII y eran protegidas por fuertes, debido a la belicosidad de los indios, tema que luego comentaremos oportunamente con más detenimiento.
Fue en ese período en que llegó al lugar el primer sacerdote para instalar una capilla de barro y paja y para abrir los primeros registros parroquiales, a cuyos laterales se erigieron ranchos, que contenían una población de 248 vecinos –censo de 1741- entre mulatos, blancos e indios. Nueve años antes -1730-, luego de la creación del Curato, en los alrededores de la capilla erigida, la población celebraba el primer día de cada mes de octubre la fiesta de la Virgen del Rosario.[5]
La jurisdicción territorial se convierte en importante puerta de acceso para recibir inmigrantes. Se crea la Comisión Protectora de la Inmigración ante el número elevado de extranjeros que llegaba a la ciudad.
De los 250 habitantes del Pago de los Arroyos en 1763, la población se elevó a 9.785 en 1858. Posteriormente, entre 1870 y 1880 ingresó un promedio de 3.000 inmigrantes por año y entre 1869 y 1914, la población se multiplicó casi por 10. En ese entonces Rosario estaba dividida en tres zonas o núcleos: Centro, Saladillo y Ludueña.
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En el progreso sustantivo del pueblo naciente, tuvo mucho que ver Santiago Montenegro, un ganadero que, además, cosechaba trigo y tenía una pulpería. Él diagramó las bases de la renovada localidad y dispuso la construcción de una nueva capilla, pero esta vez de material. En 1751 es nombrado alcalde.[6]
Llegaron años durísimos, con restricciones impuestas sobre el puerto local para proteger el de la Capital y ello propicia el contrabando, a la vez que la falta de trabajo se torna crítica.
El que lo consigue percibe salarios miserables y el desaliento es el pan de todos los días. El virrey del Río de la Plata se las ve venir fuleras y emite, sin prolegómenos, un bando protector de los intereses de las familias acaudaladas a fin de evitar incendios de los trigales como expresión de resistencias de la población económicamente menos favorecida. Para colmo el sistema de atención sanitaria fue francamente penoso y las epidemias expandieron la muerte que se enseñoreó en los poblados sin miramientos.
Los carros llenos con cadáveres insepultos estuvieron varios días en la vía pública hasta que se cavaron fosas comunes.
A todo esto, en 1812 el general Manuel Belgrano crea nuestra enseña patria y tres años más tarde la violencia política degenera en un enfrentamiento entre porteños y provincianos. Cuatro años más tarde la capilla del Pago de los Arroyos es incendiada, dejando una vez más una estela de muerte.
Recién en 1832, la villa se separa de Santa Fe, de la cual dependía y comienza un lento progreso, reconstruyéndose la capilla y se imponen las primeras ordenanzas tendientes a organizar la vida ciudadana.
Este trabajo tiende a detallar – como lo enunciamos oportunamente- los episodios de violencia política y sus protagonistas. Por dicha razón no podemos dejar de lado que con la llegada de Estanislao López se logra autonomía, pero continúan, incesantes, las arremetidas contra los villorrios y la seguridad era un tema tan o más candente que en la actualidad (11/ 2014).
Las convulsiones políticas que escinden a unitarios y federales azotan a los habitantes de Rosario y la sombra del contrabando hasta 1852.
Por iniciativa de Justo José de Urquiza, la Sala de Representantes de Santa Fe sanciona la Ley que eleva a ciudad la categoría de Rosario, teniendo en cuenta su posición local. Así, su creciente número de habitantes y el comercio comienza a perfilarse con el resto de los pueblos del país.
Creemos haber presentado hasta aquí al lector un sucinto esquema previo y realista de la actividad político–institucional-social y económico que sirve como preámbulo a la primera parte de un derrotero de avances y retrocesos del quehacer de una ciudad como la de Rosario en la que seguía armándose subterráneamente el rompecabezas de la muerte que merecerá, por cierto otros capítulos en los que la sangre seguirá cubriendo cuerpos exánimes.
1 No se ha precisado si Juan de Garay nació en diciembre de 1527, en 1528 o en enero de 1529.
[2] Su lugar de nacimiento es polémico, ya que mientras algunas fuentes apuntan a la ciudad vizcaína de Orduña, (España), donde había un caserío de nombre Garay, lugar en el que había nacido y vivido su tío. Otras señalan al municipio burgalés de Junta de Villalba de Losa, siendo esta última una zona vasca de Castilla. No se encontró la fe de bautismo ni en Losa ni en Orduña. La versión que apoya a Orduña dice que, debido al incendio de esa localidad la familia se trasladó a Villalba de Losa. Sí se ha precisado que murió en Punta Gorda, Santa Fe, en 1583. La familia de Garay provenían de la casa de Marquina, según algunos historiadores, mientras que otros, basándose en su escudo de armas, gules con león rampante en oro con bandera de plata, indican su procedencia con el Garay de Tudela (Navarra). Al contar con 15 años acompañó a su familia a Perú, debido a que su tío Pedro Ortiz de Zárate fue nombrado oidor de la Audiencia de Lima con el virrey Blasco Núñez Vela., saliendo del puerto de Sanlúcar de Barrameda el 3 de noviembre de 1543 y arribando a Lima el 10 de septiembre de 1546.
[3] Las palabras de Garay fueron: Yo, Juan de Garay, capitán de Justicia Mayor en esta conquista y población del Paraná y Río de la Plata, digo que fundó, siento y nombro esta ciudad de Santa Fe, en esta provincia de Calchines y Mocoretá, parecerme (sic) que en ella hay cosas que convienen para la perpetuación de dicha ciudad: agua, leñas, pastos, pesquerías, casas, tierras y estancias para los vecinos y moradores de y repartirles como su majestad lo mande…
[4] Dos años más tarde, en el mes de octubre, Juan de Garay vuelve a Santa Fe y lo hace nuevamente en febrero de 1581, oportunidad en que va por tierra hasta Cabo Corrientes, en busca de la mítica ciudad de los Césares, donde hoy se asienta Mar del Plata, regresando en enero de 1582, de donde vuelve a Santa Fe y a Asunción.
[5] Miguel Ángel Chiarpenello. Rosarinos Ilustres. La Capital.
[6] Debemos acotar que en el diagrama aludido siempre se erigen construcciones en torno de la plaza mayor que llevan la impronta de un trazado romano, inspirado en la retícula de los campamentos militares. Podían ser cuadradas o rectangulares y se las trazaba utilizando una cuerda. En su origen fueron pensados como centros de ceremonias en torno de los cuales se disponían los edificios representativos de los máximos valores de la sociedad conquistadora, esto es la fe, la política y la justicia del Cabildo. Eran las plazas mayores el centro simbólico de la ciudad y por ese motivo el fundador de una ciudad y los asesores del mismo instalaban sus casas en las manzanas adyacentes a la misma.