El rompecabezas de la muerte en Rosario (Parte I)
Una provincia inundada de homicidios, crímenes de lesa humanidad, corruptelas de todo tipo y pelaje, robos de guante blanco, estafas, guerras intestinas en los sistemas de seguridad, inteligencia interna realizada por bandas articuladas entre militares y civiles, violencia política descarnada desde el principio de los tiempos y el manejo del miedo, entre otras lindezas, será el trasfondo de una historia que comenzaremos a desenrollar en sucesivas columnas.
El trabajo de investigación periodística que nos ocupa pretende ahondar en el rompecabezas de la violencia social y política de Rosario y la mixtura de temas que la misma comprende, a partir de la decisión de fundar Santa Fe por parte de Juan de Garay.
La vastedad de hechos históricos-políticos-sociales-económicos y sus derivaciones, obligaron a quien esto escribe a subdividir este trabajo en varias columnas para su mejor enunciación, ya que el lapso que comprenderá, a partir del 15 de noviembre de 1573-, implica el detallado análisis de los actos públicos y privados, en algunos casos secretos, de más de un centenar de funcionarios de manera directa, así como de centenares de forma indirecta.
La investigación alcanza también, por cierto, a numerosos civiles y militares que protagonizaron, de manera circunstancial, actos fácticos por el “progreso de nuestra provincia”, así como de los que sembraron dicho territorio de furia, virulencia, terror, torturas y muerte.
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La especie humana, quizás desde que existe, viene manifestando que deplora la violencia e instrumentó toda suerte de metodologías para contener sus peores estallidos y consecuencias, llegando en muchos casos a la apoteosis de la perversidad.
Un ejemplo de ello fue la tortura de niños, el aniquilamiento sistémico de dirigentes gremiales que pensaban distinto, el espionaje de profesores universitarios dedicados a despertar conciencia entre las nuevas generaciones de argentinos, psicólogos, homosexuales y judíos. Sin embargo, paralelamente, la aceptó como algo inherente a su naturaleza humana.
El deseo de matar –y mantener relaciones sexuales- ha sido admitido por sus congéneres como algo inevitable entre los seres humanos, siendo la variable de ajuste el hallar el modo de utilizar o contener la tendencia mortal, de acuerdo a dichas necesidades.
Tras cientos de años transcurridos, los humanos encontraron una justificación para sembrar la expiración de sus pares: La violencia al servicio de causas legítimas y provechosas como la religión y la defensa nacional. En ese sentido, la historia del mundo está llena de ejemplos y la ciudad de Rosario no escapa al común denominador.
Se arguyó que necesitábamos severos códigos religiosos y éticos, con respaldo de la autoridad de turno y que ésta última podía apelar a la fuerza para asegurar su legítimo uso.
Este punto de vista “medieval” acepta una parte “bestial” en el hombre que, por ello, se hermana con el resto de los animales. No obstante, difiere de éstos por su capacidad de manipular su animalidad y ponerla al servicio de sus símbolos como advertirá el lector en la serie de historias que contaremos.
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Innúmeras contiendas locales –algunas con implicancias provinciales y regionales- como las que serán detalladas y miles de muertes violentas no han servido de ejemplo para que los hombres prescindan de la idea de que es posible eliminar los actos agresivos mediante la modificación de circunstancias.
Sociólogos como Robin Fox sostienen que “el amor y la violencia son fácilmente aprendidos por nosotros, porque estamos montados para que así ocurra”. Por ello, tras conocer los episodios que relataremos, probablemente el lector adscribirá a la postura de que la mayor parte de los homicidios ocurren entre personas que se conocen muy bien, ya que la intimidad estimula el crimen. Ello implica, consecuentemente, una aterrorizada embestida contra la estructura social.
El haber desempeñado tareas de periodista en la sección Policiales de diarios de nuestra ciudad durante décadas, han hecho crecer en quien esto escribe, la convicción de que cuando los seres humanos organizamos pandillas para atacarnos mutuamente; cuando proveemos de lo necesario a las autoridades para que opriman a los habitantes de determinados grupos religiosos, laborales o sociales, así como a los pobres, estamos dando un primer paso hacia el origen de las grandes matanzas, utilizando nuestras capacidades culturales y nuestras estructuras sociales contra los que consideramos peligrosos.
Hasta el menos informado, hoy por hoy, no puede negar que mujeres, niños y hombres son alineados al borde de fosas comunes para luego ser fusilados, de manera tal que sus asesinos no se vean obligados a “mancillar” sus manos, trasladando cadáveres hacia su destino final. La diferencia con el pasado histórico de algunos rosarinos es la insignia que ostentan los matadores en sus vestimentas.
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Hemos esquivado hasta este momento y de ex profeso, la cuestión de la agresión humana, ya que la misma no existe para antropólogos que sostienen que la misma es idéntica a la que se da en cualquier otra especie animal y surge de causas similares, a la vez que cumple la misma función.
No es otra cosa, agregan los mismos especialistas, que es una fuerza inherente al proceso evolutivo de las especies que se reproducen sexualmente. Así la selección natural impone la competencia y es por ello que los animales deben superar a otros para emplazar su madriguera–vivienda; dominar su territorio-ciudad; obtener comida (alimentos); compañera (pareja) y predominio para intervenir en la selección natural.
En este sentido, los etólogos admiten que entre los miembros de una misma especie –en nuestro caso la humana- y una misma población, debe existir una cuota agresiva para asegurar el proceso selectivo. Felizmente esa agresividad se manifiesta en un mecanismo “ritual” que tiende a contenerla para que no desemboque en una violencia interna autodestructiva.
Esos mismos especialistas apuntan que “es necesario estimular una mínima cuota de violencia en una comunidad para que conozca cómo defenderse ante la amenaza externa.
Huxley en su trabajo “Ritualización de la agresión”,-que en las librerías de usados se vende por poquísimos pesos- junto a otros autores, sostiene que “Los componentes del grupo deben ser capaces de recurrir a la violencia para preservar su integridad pero, al mismo tiempo, habrán de competir entre sí de manera violenta”.
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El autor, modestamente intentará insertar en la primera de esta serie de columnas que el lector tiene en sus manos, elementos que permiten identificar la construcción del miedo como arma de uso civil y estatal, a partir de la toma del poder y su vertebración social desde la óptica de los jefes políticos, los jefes policiales de Rosario y de algunos energúmenos que considerando tener a su arbitrio “la suma de la supremacía pública” torturaron y mataron indiscriminadamente.
En el libro “Conspiración comunicacional de gobierno de facto”, el autor, bajo el subtítulo “El miedo como construcción mediática”, explicita que “la opinión pública se ve permanentemente abrumada por datos relacionados con la violencia”, provocando ello que la misma se colme de desconfianza, ya que percibe que se quiere manipular su criterio.
Notará el lector en su lectura, que el Estado, en el tiempo, ha tenido todas las prerrogativas de ejercer la violencia simbólica, la que está tan arraigada y naturalizada que ya casi no se la reconoce como tal y ello implica una forma profunda de dominación.
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Para referirnos al miedo, específicamente, debemos comenzar por hacer algunas puntualizaciones en el ámbito social, y para ello apelaremos a conceptos concretos.
En primer término, es preciso recalcar que al hablar del miedo en el marco de la violencia política se deben tener en cuenta dos interrogantes: ¿Quién tiene miedo? y ¿A qué se tiene miedo?
Los hombres y mujeres de clase alta y media alta, en el proceso histórico argentino cada año que pasa tienen más miedo, ya que son los primeros en percibir que los cambios se producen en función con la aplicación de la fuerza, aunque no son los que más tienen miedo. Este último se profundiza más en la población de los suburbios y entre ella se inserta con más fuerza en las mujeres y los niños.
El temor visceral, a nivel de los funcionarios comenzó a ser percibido en Argentina a partir de 1985, cuando las encuestas mostraban que el 50% de las personas comenzó a admitir públicamente que tenían miedo a los asaltos callejeros.
Dos años más tarde la violencia en las calles sensibilizó fuertemente a la ciudadanía y el radicalismo tuvo que soportar la crítica sobre cómo se combatía al delito. Sólo fue el principio.
El temor ingresó como un disparo desde lejos –con mayor aceleración- a la agenda pública y la llenó de sangre con el incremento sustancial de víctimas inocentes en las que apareció la evocación de la dictadura, trasuntada en “la mano de obra desocupada”.
En la construcción del miedo el Estado sabe perfectamente que existen factores que sólo se modifican con el perfeccionamiento delictivo en lo tecnológico que, obviamente, modifica e incrementa el número y tipo de delitos y genera nuevos, más limpios, en los que la violencia directa es utilizada como última alternativa por las bandas armadas.
Y en la construcción del miedo a la que nos referimos, el temor profundo a la institución policial, ha sido por decenios el primer escalón, ya que a pesar del tiempo transcurrido, “los sistemas de seguridad no han logrado resignificar la dictadura que es vista por la población como un clivaje entre subversión y Nación”, según opina el sociólogo, experto en seguridad y académico Pedro Fraile, quien ha estudiado la relación entre territorio y sensación de inseguridad.
El mismo especialista apunta que “también está asociado al tema del miedo, el temor a la heterofobia, el que se explica en aquello que es expresado con el análisis que se sintetiza en la frase: todo lo que diferente a mí es peligroso”.
“Es peligroso debido a que es extranjero, porque tiene una moralidad distinta o porque es simplemente distinto”, agregó Fraile en una entrevista que se le hizo en un medio escrito de nuestro país.
A lo expresado, podemos acotar otros miedos: El de las mujeres –mayoritariamente- es el de ser violadas; a la relación de la empleada doméstica con terceras personas delincuentes, al cartonero, al piquetero y podríamos seguir casi indefinidamente, productos del desgaste social por necesidades económicas “insatisfechas” –término que se usa diariamente para esquivar la palabra miseria- en que miles de argentinos están inmersos. La historiadora del miedo y catedrática Joanna Bourque apunta, en uno de sus escritos que “el enojo, el disgusto, el odio y el horror, contienen todos los elementos del miedo”.[1]
No hay un mecanismo de seguridad perfecto y la sociedad se conforma con un nivel intermedio, que no la obligue a vivir en un estado de “miedo preventivo”.
El miedo es oscilante y su intensidad se incrementa cuando casos de violencia inusitada son tomados por los medios de comunicación que no se preocupan por lograr el mayor nivel posible de objetividad, ya que la “objetividad total no existe”, desde el momento en que toda información es subjetiva, en razón que es elaborada por sujetos.
Los especialistas en seguridad y los sociólogos, así como los psicólogos del Estado manejan encuestas de victimización, a través de áreas de análisis delictivos –a veces manipuladas-, y por esa razón elemental, además, miden valores tales como “la preocupación social”, el temor al desempleo y la “percepción de riesgo”, elementos que luego son analizados por especialistas en inteligencia criminal, la que “no existe en Rosario” según afirmaron, recientemente, un especialista y periodistas en el recinto de sesiones del Concejo.
Aunque no es el objetivo de este análisis, no podemos dejar de aludir –a vuelo de pájaro- los temores sociales que se utilizan también políticamente como el del ataque sexual, fundamentalmente en las mujeres, así como los temores diferenciados de cada ciudad donde las escalas poblacionales tienen un techo a sus temores.
De lo expresado el lector puede ver algo con claridad meridiana: el miedo, como todo sentimiento, es compartido y no resiste la comparación entre lo que es y lo que debe ser.
Los antropólogos sociales como Lionel Tiger –a los que apelaremos humildemente en esta indagación en algunas oportunidades- sostienen que “el miedo es territorial en el sentido en que la víctima es el territorio. Hasta la gente muy pobre teme ser víctima de hechos de violencia como un secuestro” y a ello le agregamos temores sociales en los que el poder económico de cada ser humano no es una traba para que se transforme en una víctima como lo son el robo, el hurto y el fraude, con uso de la violencia descontrolada que llega a ocasionar la muerte.
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Nos referimos al miedo, pero no queremos dejar de escribir un par de parágrafos en torno del crimen político, que desarrollaremos en esta exploración con el relato de episodios concretos. La ambición de obtener el poder y el deseo de dominar totalmente a la sociedad contribuyen al complejo acto de asesinar directamente o por medio de terceras personas.
José Pablo Feimann en “La sangre derramada” –un ensayo sobre la violencia política-, asevera que el que acepta la pena de muerte “busca siempre-porque sabe que la necesita- una justificación poderosa. Todas, en última instancia, consisten en indagar en el Estado un paralelo de la crueldad de los homicidas”.
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Los dados están echados, el lector ha dado su primer paso y tiene a partir de este instante la oportunidad de conocer una nueva mirada de la historia política de los sistemas de seguridad implementados en el tiempo en Rosario y las consecuencias en su hinterland.
Mientras tanto podrá ir armando mentalmente el rompecabezas que se menciona en el inicio y advirtiendo como se va profundizando la violencia social en la medida del paso del tiempo y de la cada vez mayor resistencia de los oprimidos ante su casi seguro final en el juego, en el que hacen las veces de víctimas.2
2. En el inicio de este trabajo de investigación periodística entendemos necesario advertir al lector que la abundancia de fechas que se explicitarán, tiene que ver con la rigurosidad y la precisión de la tarea encarada, a lo que se suma la intención de agilizar el objetivo de situar al lector históricamente sobre cada uno de los sucesos ocurridos.
[1] Historia del Miedo. Joanna Bourque. Pág. 2