El enigma Watergate: Hace 40 años Nixon renunciaba atrapado en el escándalo

Al iniciar Bob Woodward, como periodista del Washington Post, una simple crónica de un intento de robo al cuartel general del Comité Nacional del Partido Demócrata, en el edificio Watergate, lejos estaba de imaginar o suponer se convertiría en un ejemplo de minuciosidad en una investigación que derivaría en el procesamiento de 40 funcionarios y, finalmente en la renuncia del presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon.

Tras conocer el episodio, Catherine Graham, -quien por ese entonces dirigía la edición general del Post-, habló con Ben Bradlee, director del diario para que Woodward y Carl Brestein se hicieran cargo de la información.

Tras recibir a las 9 de la mañana, del 17 de junio de 1972, un llamado alertándolo del hecho y participar, esa misma tarde y durante varias horas, de una audiencia judicial preliminar, Woodward se enteró que los involucrados, componentes de una agrupación anticastrista de Miami –Bernard Barker, Frank Sturgis, Virgilio González, Eugenio Rolando Martínez y James Mc Cord-, utilizando guantes quirúrgicos, los ya casi desaparecidos walkie talkies, equipos de escucha telefónica y de grabación, portando 2.300 dólares, estaban realizando una operación encubierta, presuntamente protegidos por la C.I.A.

Woodward no sólo tenía intención de escuchar la audiencia. También tenía la secreta intención de entrevistarse con alguien que le pudiera aportar datos.

Los estudiosos del caso presumen que fue en esa oportunidad que conoció a su principal Informante, del que detallaremos datos más adelante.

La indagación periodística –utilizada en numerosos centros de estudios especializados en la materia- terminó por desarticular la trama urdida por el ex presidente Nixon, quien había creado esa organización para reunir los millones de dólares necesarios para llevar adelante una vigorosa campaña de reelección en 1972.

A todo esto, Berstein, el “socio” de Woodward en la investigación, de manera paralela había recibido datos del periodista Alfred Lewis, los que les permitieron iniciar averiguaciones por su cuenta sobre el mismo asunto. Ello generó resquemores entre los dos periodistas.

Precisamente, sus investigaciones sobre uno de los detenidos –Mc Cord-, le permitieron establecer que no sólo había sido agente de la CIA durante dos décadas, sino que trabajaba como agente de seguridad en el Comité de Reelección Presidencial (CRP) de Nixon.

Berstein, en sus consultas, había tomado contacto con fuentes que generalmente se ignoran, esto es, gente sin cargos importantes, empleados, valijeros de hoteles y mujeres que se desenvolvían en áreas de limpieza y hasta mozos de restaurantes.

Woodward, por su lado, hizo lo propio con Harlam Westrell, amigo de Mc Cord, quien se ofreció a colaborar.

El ex fiscal general de Estados Unidos y número uno del CRP, Jon Mitchel, aclaró inopinadamente que “Mc Cord era un contratado” y que había actuado con “independencia de criterio en el edificio Watergate. Los antecedentes personales del incriminado se enfrentaban con los datos que poseían los periodistas, quienes lo tenían como un sujeto responsable, metódico y obediente a las órdenes que le bajaban desde el gobierno. Esto indicaba con claridad la falta de independencia en sus decisiones.

Es más, las investigaciones de los periodistas del Post condujeron a Egil Krogh y a Gordon Liddy, fiscal aficionado a las armas, responsable del CRP y de planear el accionar de los falsos “plomeros” como se conocía al grupo atrapado que había investigado la vida privada del analista de inteligencia Daniel Ellserberg y a un numeroso grupo de opositores al presidente.

Los “plomeros” había ingresado, con anterioridad –aunque parezca increíble- al despacho oval de la Casa Blanca, donde habían instalado grabadores y micrófonos, medida que comprometería en el futuro al presidente norteamericano hasta el límite, al poner en videncia que él tenía conocimiento de las actividades de espionaje político que se llevaban adelante.

Las agendas secuestradas en el operativo policial delataron también a E. Howard Hunt –ex combatiente que intentó invadir Cuba en 1961- como otro de los cómplices de la operación clandestina de Watergate y que en ese momento se desempeñaba como consejero de la Casa Blanca. Atrapado, llegó a pedir a Nixon 120.000 dólares para guardar silencio.

A todo esto, las averiguaciones de los periodistas permitieron relacionar a Hunt con Charles W. Colson, estratega político y consejero especial de Nixon, con clara influencia en el gobierno y en la Central de Inteligencia Americana.

En razón de intensificarse el escándalo, Woodward y Berstein inician una ronda de entrevistas a sus fuentes en las casas de las mismas. En todos los casos se identificaban como periodistas del Post de manera indirecta, esto es: “Un amigo del Comité nos dijo que usted estaba preocupado por algunas cosas que vio, que sería buenos hablar con usted… que es absolutamente honesto y que no sabe bien que hacer; nosotros entendemos el problema, usted cree en el presidente y no quiere hacer nada desleal”.

A pesar que el asalto ocurrió en 1972, no fue hasta 1973 que el caso comenzó a tener relevancia nacional. Los editores del Post, enfrentados entre sí por la real envergadura e importancia del hecho, terminaron por aceptar que se siguiera adelante con los reportajes.

James Mc Cord, presionado por las evidencias periodísticas, terminó por admitir que había faltado a la verdad, presionado por el consejero presidencial John Dean III y por el procurador Mitchel. La confesión, que precisaba la obstrucción a la justica por parte de las autoridades gubernamentales, llevó el caso a niveles insospechados.

Las fichas del dominó comenzaron a caer. Mitchel renuncia como director de la campaña y es reemplazado por Clark Mc Gregor.

Vale apuntar que los periodistas resistidos en sus averiguaciones por sus superiores y respaldados sólo por su jefe directo, continuaron investigando a Hunt –un ex espía que escribía libros de espionaje- lo descubrieron interesándose en el accidente que sufriera en Chappquiddik el ex senador Ted Kennedy, que le costara la vida a su secretaria.

Luego se precisaría que las “consultas” de Hunt tenían como objetivo precisar datos sobre la vida de Kennedy, quien era considerado un potencial enemigo político del presidente que pretendía ser reelecto.

La paranoia de los diversos estamentos del gobierno de Nixon en el FBI y en la CIA era total. Los contactos telefónicos entre Bernard Baker, uno de los ladrones y el CRP, dados a conocer por el New York Times y la detección de 100 mil dólares en su cuenta bancaria de México habían despertado el interés de un fiscal de Miami. Un cheque, firmado por Kenneth Dahlberg, jefe de finanzas del medio oeste, componente del CRP permitió a Berstein relacionado con sus destinatarios, Hugh Sloan y Maurice Stans, tesorero del CRP y ex ayudante del Comité y ex secretario de comercio del gobierno de Nixon.

El conocimiento de estos datos, por parte de los editores del Post, generó encontronazos, dudas y temores entre los mismos. La colaboración de la fuente secreta de Woodward, popularmente conocida como “Garganta Profunda”, en alusión a una película erótica famosa en esos días, crecía en importancia.

La fuente apuntó a Liddy, ex integrante del equipo de John Ehrilchman, asistente presidencial de Asuntos Internos, junto a Haldeman, como encargados de controlar los fondos de la campaña de Nixon.

Bradlee vio necesario discutir aspectos de la investigación y los periodistas a cargo del caso lograron precisar que la Fiscalía de Miami llevaba adelante una operación de “limpieza” vía conexión México. Entraban contribuciones a ese país y volvían a Estados Unidos como cheques particulares. El registro lo manejaba Maurice Stans, quien oficiaba de recaudador.

Salir del círculo

Una lista secreta de los empleados del CRP, obtenida a través de un contacto de los periodistas, les permitió salir del círculo que se había cerrado en torno a Barker y Liddy.

Los periodistas lograron establecer, mediante fuentes, la destrucción de documentación realizada luego de Watergate. Esas mismas posibilitaron a Wooward y Berstein precisar que el FBI no había tomado declaraciones a testigos claves. John Mitchel, a pesar de haber renunciado, manejaba los hilos desde las sombras y otra fuente del Partido Republicano les informó que sus jefes y funcionarios del gobierno conocían lo de las actividades ilegales.

Una testigo ratificó la existencia de una cuenta secreta y su utilización como financiera de trabajos clandestinos. Al día siguiente de ese último testimonio el Gran Jurado presentó acusaciones contra los ladrones. Hunt –cerebro político del delito- y Liddy, financista del proyecto. Del cheque de 25.000 dólares y la conexión México no se hablaba una sola palabra.

Una sorpresiva aparición

Inesperadamente en escena surgió Donald Segretti, abogado contratado por Dwigt Chapin, secretario de audiencias del presidente, para hacer espionaje político y sabotaje en el mismo sentido, insertado como agente encubierto en el partido Demócrata.

“Garganta Profunda” terminó por revelar que el de Watergate había sido sólo uno de los tantos operativos de sabotaje organizados por la Casa Blanca que incluían escuchas telefónicas clandestinas, información falsa a los medios, cartas falsas y actos de oposición que incluían investigaciones privadas a candidatos opositores para desprestigiarlos –lo que se denomina comúnmente campañas sucias-. Las acciones involucraban a alrededor de 50 personas conducidas por Haldeman.

Fue con Woodward y Berstein que se inauguró la teoría de la triple verificación –aunque a veces la verificación llegó a ser cuádruple- y a pesar de ello se equivocaron con Haldeman y ello produjo una crisis en el diario del que costo recuperarse. Un error de interpretación les hizo publicar que Sloan había acusado a Haldeman frente al Gran Jurado de haber manejado dinero para actividades ilícitas.

Al Post les costó el descrédito un descenso del 50% de sus acciones en la Bolsa de Valores, pero el 26 de octubre de 1972 Mc Gregor, como director de la campaña reconocía la existencia de fondos para actividades ilegales, de las que acusó a Madruger, Porter, Mitchel, Stans y Liddy. Sólo salvó a Haldeman.

En enero de 1973, a dos meses de haber asumido Nixon la presidencia tras vencer a Mc Govern, el juez John Sirica, al frente del caso, condenó a Howard Hunt, Gordon Liddy y a los cinco ladrones. Además obligó a Mc Cord a colaborar con el fiscal Archibal Cox. Tres meses más tarde Mc Cord reconoció haber cometido perjurio.

Así, las denuncias de Woodward y Berstein desencadenaron las renuncias de Dean III y el fiscal general Richard Kleindienst comenzó a quedarse solo.

Se hace la luz

El senador Sam Ervin encabezó entonces una comisión investigadora del Congreso para echar luz sobre la campaña de Nixon, el caso Watergate y otros episodios delictivos.

Ervin generó una seguidilla de audiencias televisadas y luego de dos meses John Dean admitió cooperar con el jurado investigador, ante el cual se autoimplicó y acusó a Haldeman, Ehrlichman, Mitchel y al propio Nixon, sobre el que dijo que “conocía la actividad de espionaje2 al menos desde el 15 de setiembre de 1972, contradiciendo las declaraciones del primer mandatario, que admitía conocer los hechos sólo a partir de marzo de 1973, tras lo cual había ordenado investigaciones.

Woodward y Breinstein se negaron a revelar sus fuentes y en junio de 1973, una empleada de Nixon les admitió que le habían ordenado grabar todas las conversaciones de la Casa Blanca. En julio de 1973 el presidente aceptó las renuncias de Haldeman y Erlichman, quien trató de destruir evidencias.

Nixon obligó a retirarse de su cargo al fiscal Cox, que insistía en la entrega de las 64 cintas, pero la justicia, el 24 de julio de 1974, por unanimidad obligó al presidente a hacerlo.

Las siete cintas que finalmente entregó databan de la primavera de 1971, duraban 18 minutos y estaban en poder de Nixon, a quien le iniciaron cargos por obstrucción de la justicia, abuso del poder y violación de los derechos institucionales. Además, pendía sobre él un procesamiento por negarse a acudir a citaciones judiciales que se le enviaron para que testificara.

En los últimos días de febrero de 1974 la justicia declaró culpables a Jeb Magruder, Herbert Porter, Donald Segretti, Herbert Kalmbach –subjefe de finanzas del CRP y al abogado del presidente; así como a Fred La Rue y John Dean III.

Ocho corporaciones industriales y sus jefes fueron declarados culpables de otorgar contribuciones ilegales al CRP, mientras que D. Chapin era procesado por perjurio en Washington.

Mitchel y Stans, en Nueva York fueron sometidos a juicio por obstrucción de la justicia y perjurio. El 1º de marzo de 1974 el Gran Jurado de Washington procesó por encubrimiento a siete ayudantes del presidente en la Casa Blanca y en la campaña electoral fueron acusados de conspiración para obstruir la acción de la justicia. En este caso los inculpados fueron Haldeman, Ehrlichman, Colson, Mitchel, Gordon Strachn –ayudante del servicio de personal de Haldeman, Robert Mardian –coordinador político del CRP y ex ayudante de Mitchel y el abogado Kenneth Parkison, miembro del CRP.

El 9 de agosto de 1974, Nixon presentó su renuncia, a cambio de ser “conspirador no denunciado”. Con el tiempo fue amnistiado por el ex presidente Gerald Ford.

“Garganta Profunda”

Un parágrafo aparte merece quien se han transformado en uno de los mayores interrogantes del caso: “Garganta Profunda”.

En julio de 2004 moría, a los 75 años, Fred La Rue, quien trascendió como el “entregador de sobornos” así como de ser la misteriosa fuente de la Casa Blanca.

Médicos forenses, -según un artículo de la periodista Alejandra Pataro- La Rue falleció mientras leía un libro en la habitación del hotel Biloxi y Jackson, en Mississippi. Era cardíaco y fue considerado en el New York Times como “un evasivo anónimo operador secreto, al más alto nivel de la destrozada estructura de poder de Nixon. Un hombre de misterio personal, como sacado de una novela gótica, transformado en el “monje negro” de Richard Nixon, del que era asesor, aunque no figuraba en ninguna nómina de empleados, ya que no tenía cargo.

“Fue -dice la crónica de Pataro- uno de los pocos presentes en la reunión en la que se orquestó el robo al hotel Watergate, donde el Partido Demócrata tenía sus cuarteles”.

A La Rue se le encomendó encubrir el escándalo, destruyendo documentos, sufriendo prisión por cuatro meses y medio, a pesar de que lo habían sentenciado a tres años.

Alguna vez Woodward prometió decir quién era “Garganta Profunda” el día que muriera.

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Ricardo Marconi

Licenciado en Periodismo. Posgrado en Comunicación Política. rimar9900@hotmail.com