Gestionar sin control
En 1995, Hermes Juan Binner comenzó el que sería su primer período como intendente de Rosario. Llegó al Palacio de los Leones luego de ganarle a Héctor Cavallero, primer jefe de gobierno socialista de la ciudad, una pulseada en la que el médico anestesista usó, como principal argumento, un presunto pacto del Tigre con el menemismo, lo cual desvirtuaba y ponía en riesgo las bases mismas del socialismo y la concepción de esa fuerza en torno de la transparencia en la gestión y el irrestricto respeto por las instituciones.
Una de las primeras medidas de gobierno de Binner fue el despedazamiento sistemático del modelo de Tribunal Municipal de Cuentas (TMC) que el Concejo Municipal había aprobado a instancias de la gestión de su antecesor. Un análisis en extremo complaciente o generoso podría justificar tamaño despropósito en los temores del novato lord mayor a que una hipotética oposición irracional pudiera estorbar su gestión haciendo uso del flamante organismo, poniendo palos en la rueda de su progresista programa de gobierno, que no consistió en otra cosa que dar continuidad a las buenas políticas públicas en materia de salud, promoción social y cultura que había puesto en marcha Cavallero, y en la primera de las cuales él mismo colaboró y acompañó hasta la ruptura ya mencionada.
Lo cierto es que por orden de Binner se derogaron los atributos que el TMC tenía originalmente para elevar a la Justicia sus dictámenes respecto de las presuntas irregularidades o posible comisión de delitos por parte de los funcionarios y agentes de la administración pública municipal, se limitó al mínimo la capacidad fiscalizadora del organismo, se desmontó todo mecanismo sancionatorio y se declaró el carácter no vinculante de los dictámenes del tribunal, que pasaban a ser, en la práctica, meras opiniones o, peor, comentarios opinables emitidos por sus integrantes.
Muchos de los dictámenes que el TMC emitió durante los ocho años en los que Binner gobernó, de los 8 que lo hizo Miguel Lifschitz y los dos que lo viene haciendo Mónica Fein, contienen durísimos cuestionamientos a contrataciones como mínimo irregulares, concesiones por fuera de toda normativa, prórrogas indebidas a prestadores de servicios como la recolección de residuos domiciliarios, llamados a licitación, compras directas que están expresamente prohibidas, en fin, un amplio abanico de actos administrativos que no pueden definirse como excepcionales y dejan la sensación clara de ser un modus operandi inherente al modelo de gestión del socialismo pos fractura interna.
El caso de la demolición de la Mansión Tiscornia, que terminó siendo una playa de estacionamiento a pesar de formar parte del patrimonio arquitectónico de la ciudad, derivó en la apertura de varias causas judiciales, que incluyó una denuncia penal del ingeniero Antonio Pergomet contra Binner.
Si ese proceso no prosperó no fue por falta de pruebas. Pergomet, propietario del histórico edificio, presentó en los tribunales provinciales un ponderable volumen de material documental y de denuncias, entre ellas una que comprometía al actual diputado nacional socialista como promotor de la radicación de un hotel de 5 estrellas que debía erigirse sobre los escombros de la antigua y señorial mansión, emprendimiento que la crisis de finales del siglo pasado terminó truncando.
Los innumerables pedidos de informe de parte del Concejo a los sucesivos intendentes jamás respondidos por el Ejecutivo municipal o contestados con una morosidad tan pasmosa que diluía en los hechos todo intento de impedir o investigar actos de gestión reñidos con la normativa vigente, echan luz sobre la recurrente contradicción entre lo que el socialismo pregona y lo que en verdad hace. La “calidad institucional”, la “construcción de ciudadanía”, la “transparencia administrativa”, resultan conceptos tan voceados como incumplidos por sus mentores.
Las excepciones al Código urbano que favorecían y favorecen a constructoras y desarrolladores inmobiliarios, la falta de control del origen de los capitales con los que algunos grupos económicos –varios de ellos integrados por inversionistas que mantienen un riguroso anonimato– comenzaron a ejecutar faraónicas intervenciones urbanísticas, fueron posibles gracias a la falta de organismos de control que pudieran llevar sus dictámenes a sede judicial.
Durante 24 años, hasta llegar a gobernar la provincia, el socialismo se cansó de decir que el justicialismo se mantenía en el poder buscando cualquier atajo, que traspasaba permanentemente las fronteras de la legalidad a la hora de gestionar, que le importaba un rábano la calidad institucional y que desde 1991 esa fórmula se sostenía en tres patas que le garantizaban absoluta impunidad: la Ley de Lemas, un Poder Judicial cooptado y la mayoría automática que detentaba en la Cámara de Diputados por el solo hecho de ganar la elección de gobernador.
Sin embargo, Binner ganó dos veces la Intendencia de Rosario con la Ley de Lemas, Lifschitz se aprovechó de esa norma para acceder a su primera experiencia como jefe de gobierno municipal, las causas que pesaban sobre el primero de ellos, por ejemplo la que se abrió por el presunto financiamiento con fondos de la Intendencia rosarina de viajes al exterior para participar de congresos de la Internacional Socialista, jamás prosperaron, y la mayoría automática en la Cámara baja conseguida tras su triunfo en 2007 fue usada con el mismo fervor que exhibió el justicialismo en sus épocas de invicta fuerza electoral.
Si el justicialismo hubiera querido emular a Binner y hacer lo que él hizo con el TCM de Rosario, batallones de ONGs, fundaciones internacionales y veedores de Sumatra hubieran desembarcado en la Vera Cruz exigiendo actas de compromiso democrático, diplomas de calidad institucional, declaraciones juradas de lealtad a los principios republicanos y mea culpa colectivo del funcionariado en las plazas públicas de la capital provincial
Una de las más graves consecuencias de este modelo de gestión sin control y de doble discurso es que conspira contra la idea de la política como fuerza transformadora que busca erradicar o llevar a su mínima expresión a la desigualdad, desvirtúa el concepto de una democracia que confronta con los poderes corporativos en serio, y no a partir de un alambicado y sofisticado marketing discursivo.
La reciente y alarmante decisión del gobernador Antonio Bonfatti de vetar “propositivamente” cerca del 95 por ciento de la ley que crea la Policía Judicial se inscribe en ese modelo de gestión sin control que inauguró Binner hace ya 18 largos años. No es un acto aislado, es episódico. No es una desviación propia del poder que erosiona a la ética al cabo de ejercerlo durante tantos años: está en el ADN de este socialismo.
Que los delitos complejos, o sea aquellos relacionados con el crimen organizado, por ejemplo el lavado de dinero procedente del narcotráfico, o la conducta administrativa de los funcionarios del gobierno provincial no sean investigados por un organismo nuevo, independiente, autónomo de las fuerzas que ya dieron muestra de estar penetradas e infiltradas por el poder económico de los carteles del delito a gran escala, es otro peligroso salto al vacío que el socialismo le impone a la sociedad santafesina. Porque, que no queden dudas, sus cuadros, los responsables políticos de tamaña marcha atrás en el presente proceso democrático que acaba de cumplir tres décadas, no van a ser quienes salten.