Rosario y una cifra da pena. Ciento veinte menores procesados por trabajar en búnkers de droga
Las defensorías federales registran todos los casos de adolescentes detenidos por esta modalidad de 2011 a la fecha. Los primeros chicos de 16 a 18 años apresados en esas construcciones empiezan a llegar a juicio oral. El jueves se inicia uno.
El domingo 1º de septiembre al amanecer un chico de 14 años, Luis Fernando Cuevas, apareció asesinado, con el cuerpo calcinado y sus dedos mutilados en barrio Santa Lucía. La investigación judicial inicial refiere que este adolescente era soldadito en un local de expendio de drogas. El 27 de agosto un chico de 15 años llamado Juan Pablo fue rescatado en un bunker de Balcarce al 6000 donde llevaba 20 horas encerrado. Cinco días antes efectivos de la Policía Federal hallaron a Walter B., de 15 años, en otro quiosco de drogas de Uruguay al 8200.
Estos casos ocurridos en los últimos quince días son la expresión más reciente del fenómeno de menores de edad trabajando en bunkers. Registro que asumirá en Rosario una novedad histórica: los primeros chicos detenidos en esas fortificaciones precarias empiezan a llegar a juicio oral. El jueves próximo se iniciará en el Tribunal Federal Oral II un trámite contra un joven que ya superó los 18 años aunque era menor al ser apresado en un quiosco de drogas.
La Justicia federal de Rosario registra desde inicios de 2011 a la fecha un total de 120 casos de menores de edad que fueron detenidos en quioscos de drogas y están procesados. Son jóvenes que tienen entre 16 años y un día menos que 18, y por ende son punibles. Los casos de chicos entre 13 y 16 años captados en bunkers también son recurrentes, pero de ellos se hace cargo la Dirección de Niñez de la provincia, que no está preparada para una demanda que en los últimos tres años se manifiesta en avalancha.
Víctima. El chico que será juzgado a partir del jueves es un exponente típico de muchos casos: un joven pobre, con familia a cargo y muy vulnerable. Ante este panorama la defensora oficial Matilde Bruera pedirá que su caso se encuadre en el marco de la ley de trata de personas y se lo absuelva. No lo toma como autor de un delito sino como su víctima.
«Este chico es un explotado como la mayoría de la gente que los traficantes ponen al frente del negocio para dar la cara. No tienen otras oportunidades laborales y resultan esclavizados. Esa vulnerabilidad los somete aun cuando no medie privación de la libertad porque algunos trabajan encerrados pero otros no. Todos están igualmente sometidos a una situación de explotación. La ley de trata dice que una persona en esas condiciones no es punible porque ese sometimiento no le permite elegir. Aplicar una sanción es castigar a la víctima y dejar este drama invisibilizado», dice Bruera.
Color local. Impulsada por la proliferación del consumo de droga barata como fenómeno nacional, la particularidad que asume en Rosario el fenómeno del narcomenudeo se ve en dos planos: la diseminación de bunkers y la utilización de menores allí para el expendio de drogas.
Fuentes de la Justicia federal anuncian que se viene un aluvión de juicios orales contra menores de edad apresados en quioscos. Eso es un indicio de la vastedad del fenómeno y también de la selectividad judicial: abrir expedientes contra menores implica distraer tiempo y recursos que deberían aplicarse a las organizaciones que tienen en estos chicos al eslabón más expuesto y frágil de la cadena.
Una alta fuente judicial señala que el quiosco atendido por menores es en Rosario un modus operandi del narcotráfico. Y que se conjugan varias cosas para que los chicos terminen procesados. «Una es que la policía va al bunker por la presión social a buscar resultados, sin investigación previa y el único que está allí es el menor. Si no se actuara a los ponchazos estaríamos entretenidos en juzgar a los responsables del negocio», señaló.
Otro punto, según la fuente consultada, es que rige el principio de legalidad, que supone que todos los delitos deben investigarse por igual, y no el de oportunidad, que permitiría a los fiscales optar por perseguir los delitos más complejos. «Está claro que encerrar al menor en un bunker es una treta del comercializador. Sobre él deberían concentrarse los esfuerzos. Si rigiera el principio llamado de disposición fiscal seguramente no se perseguiría a los menores».
El hecho de no juzgarlos tampoco aportaría al problema de fondo, que es la exposición a la marginalidad. «Si el chico no es juzgado vuelve a su entorno y todo recomienza porque son incapaces de generar otra salida», dijo la fuente.
El circuito. Cuando estos chicos llegan a juicio tienen 18 años. Muchos no serán condenados si consiguen demostrar que salieron del circuito, lo que a veces logran al ser convocados por un movimiento religioso o por la llegada de un hijo. Pero el sólo hecho de tener un proceso en contra los estigmatiza más. A veces el hecho de ser procesados, aunque sea desconcertante, es la única forma de volverlos visibles para el Estado.
En el contacto con la Justicia federal los pibes cuentan siempre lo mismo. Trabajan en turnos de doce horas, cobrando entre 150 y 300 pesos, encerrados para que no puedan llevarse la mercadería ni lo recaudado, bajo el resplandor de una bombita de luz, en espacios que a veces tienen sólo un botellón de plástico para las urgencias fisiológicas.
Los chicos —a veces sin lugar donde vivir— son captados por conocidos de su barrio que ostentan el nexo con la red de vendedores, o a menudo invitados a trabajar cuando van a comprar para ellos. Y aceptan porque es la única opción de acceder a lo necesario, porque cortando droga o despachándola sustentan lo que consumen; o porque aprecian a esos referentes en los que encuentran el respeto y el afecto negado en otros lados.
Casi sin excepciones los chicos de los bunkers provienen de mundos sumergidos: pobreza extrema, familias desmembradas, escolarización nula o interrumpida, falta de trabajo formal en sus entornos, crianza forzada en la calle, adicciones tempranas. Estos perfiles se dan en la historia de un chico de 15 años semiasfixiado en un bunker incendiado en Felipe Moré y Carrasco, el 30 de julio pasado, y en las referidas al inicio de la nota.
Los casos reiteran sus aristas. Generalmente los chicos que terminan con una causa judicial son detenidos en los quioscos sin elementos de prueba para sostener una acusación formal: no hay investigación previa, filmaciones ni seguimientos que refieran con sustento qué hacían allí. Pero todos terminan procesados de manera automática.
El colmo de la desprotección fue el procesamiento a dos chicos rescatados en un bunker, una pareja, que son disminuidos mentales con certificado de discapacidad. Pero como un informe médico destacó que entendían la criminalidad de su acto quedaron en el umbral del juicio (ver aparte, página 30).
La violencia golpea desde muchos lugares. Se dan casos de chicos que intentan robar un bunker por dos motivos: allí hay droga y dinero. Pero tengan éxito o no pagan el alto precio de exponerse a terribles represalias de los narcos, lo que motiva que la Dirección de la Niñez intervenga para mudarlos de barrio, algo no siempre posible por los costos que implica. También entran en alto riesgo, si son descubiertos, chicos vendedores que luego de sus rutinas separan droga o plata para ellos. O los que se dedican a robar al que está en el bunker.
“Rosario es un caso especial”
En septiembre de 2012, en ocasión de la persecución de la banda de un líder narco aún prófugo, Ignacio Actis Caporale, el jefe nacional de la Policía de Seguridad Aeroportuaria, Fernando Telpuk, dijo en el portón de los Tribunales de Oroño al 900: “Rosario es el único lugar donde se reduce a la servidumbre a menores encerrándolos por 24 horas para vender droga en una pieza pequeña con solo un agujero por donde pasa el dinero y la droga. En cualquier villa de Buenos Aires al narco que haga eso lo matan a ladrillazos”. (La Capital)