Pascua y redentio
La llegada al trono de Pedro de un cardenal argentino ha generado no pocos debates, algunos de los cuales están siendo desarrollados ahora mismo en las redes sociales, como facebook, en los medios de comunicación masiva y en el territorio de la política, excediendo largamente los ámbitos religiosos.
En el caso de las redes sociales, la discusión muestra cuán valiosa pueden ser aquellas como medios que posibilitan y hasta promueven el intercambio de saberes, pareceres, opiniones y sentencias entre quienes no conviven en el mismo espacio geográfico, ni tan siquiera se conocen lo suficiente para entablar este tipo de debates.
Y más allá de los oportunistas de siempre, que generan disparadores meramente provocativos y, a menudo, sin otro fin que la venganza personal contra quienes son interpretados como enemigos ideológicos, en una lectura mezquina y lineal, sobresalen otros ricos intercambios, entre los que me interesa y motiva especialmente, el que algun@s compañer@s católicos y peronistas vienen sosteniendo desde la designación y asunción de Jorge Bergoglio como Obispo de Roma o Papa, que es lo mismo expresado en forma diferente.
Una amiga y compañera, Lorena García, quien comparte conmigo algunos tramos más que densos de la espiral de ADN –rosarina, canalla, (o centralista, para los neófitos), periodista, católica y peronista–, plantea las dificultades que representa para ella el insoslayable hecho histórico de que un Sumo Pontífice, por primera vez en un milenio, no sea europeo, sea argentino y, encima, sea ¡¡¡peronista!!! Dificultades que se plantan frente a ella a causa de las dos últimas características que describí como marcas cuasi genéticas que ambos compartimos: Francisco I, y todo lo que ello implica, la interpelan como católica y peronista. Vaya interpelación. A quien se sienta tentad@ de analizar tamaña confrontación entre el ser y la eternidad en forma liviana o lineal, le sugiero que se ahorre seguir leyendo estos párrafos, es un buen momento para bajarse de este bondi en la próxima esquina.
En ese profundo sentido, y desde esa caracterización –soy cristiano y peronista– a mí quienes me interpelan, desde esta vida, desde toda la muerte, y desde el ominoso no lugar al que la última dictadura argentina condenó a permanecer a l@s desaparecid@s son ést@s últim@s, y los millones de compañer@s perseguid@s, asesinad@s, discriminad@s, las mujeres que mueren como moscas por abortos clandestinos, l@s pobres de toda pobreza, l@s indigentes, l@s analfabet@s de todo el mundo, pero en particular de la Argentina. Tod@s ell@s, de parte de la jerarquía católica sólo obtuvieron silencio y complicidad.
Hace unos días, apenas conocida la designación de Bergoglio como nuevo Papa, el vicegobernador de la provincia de Buenos Aires, Gabriel Mariotto, expresó, observando el hecho desde un interesante punto de vista, que debemos esperar de Francisco I un accionar que sorprenderá a muchos, y que esa gestión remite necesariamente a su condición de argentino, latinoamericano y peronista. No tengo la fe de Mariotto en que la llegada de Pancho One, como amistosamente denominan algun@s amig@s al flamante jefe de la Iglesia, vaya a modificar ese indiferente accionar del clero romano, ni aportar a que esa cúpula se arrime al fogón de los curas del Pueblo, que es el mismo que entibiaba los corazones de los primeros cristianos, que no tenían a la cruz como símbolo, sino la figura de un pez, como los que Jesús multiplicó y distribuyó entre miles de sus pares para saciar su hambre terrenal, luego de abastecer durante horas con su prédica el hambre espiritual.
Entiendo las dudas y los cimbronazos que puede provocar en los cristianos honestos este encumbramiento de Jorge Bergoglio a jefe de la Iglesia, pero no puedo dejar de escuchar con debida atención el discurso de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner luego del envío de su felicitación protocolar al titular del Estado Vaticano. Tras la salutación, la mandataria enumeró una serie de puntos que constituyen la agenda de lo que esperamos los cristianos argentinos de un Pontífice argentino, pero también lo que esperan centenares de millones de católicos en el mundo de un Papa progresista y latinoamericano. Y me pregunto, y les pregunto a quiénes se muestran acaso prematuramente entusiasmados, con la mano en el corazón, ¿cuántos de esos puntos creemos que el flamante arzobispo de Roma llevará adelante?
Necesito decir esto porque me parece que es un planteo que pretende abordar una angustiosa cuestión espiritual, de conciencia y en la que much@s también le metemos el cuerpo con pasión cristiana y peronista.
No deja de sorprenderme la facilidad –no quiero sonar ofensivo, pero también podría hablar de liviandad– con que algun@s compañer@s confunden o sitúan en el mismo lugar a la jerarquía eclesiástica romana con el pueblo católico, lo que l@s lleva a destacar y ponderar la lógica alegría popular ante la designación de un papa argentino.
Con ese criterio, a quienes alertamos desde la Historia, no desde la Profecía teológica, sobre la poca esperanza de que esa irrupción cambie en forma positiva los andares de esa cúpula, que lleva casi dos mil años actuando de esa manera, se nos confunde con vanguardistas que no pueden entender la sensibilidad popular, o elitistas que manejan información opinable que hasta que no sea saldada por la Justicia, se trata poco menos que material que bien podría ser debatido en Intrusos del Espectáculo con los animadores Jorge Rial y Luis Ventura. A ell@s quisiera proponerles un modesto ejercicio contrafáctico. Entre los posibles sucesores de Pio XII, el Papa que –por ser diplomáticos– mantuvo relaciones estrechas con el fascismo italiano y con el nazismo alemán, podría haber estado el cardenal Antonio Caggiano, alguien que no fue capaz de expresarse en contra de que los aviones de la Armada conducida por el almirante Isaac Francisco Rojas llevaran la leyenda “Cristo Vence” pintada en sus fuselajes, sino que, muy por el contrario, fogoneó, junto a otros de sus pares, la marcha de Corpus Cristi, transformándola en la mayor movilización opositora a Juan Perón en 1955. A Caggiano también se lo llegó a definir como peronista”, y los aviones de Rojas, para quienes pudieran estar distraídos, fueron los que bombardearon la Plaza de Mayo y asesinaron a centenares de compañeros peronistas.
¿Quién de los actuales esperanzados lo estaría si las chances de aquel cardenal hubiesen sido las de Bergoglio hoy? Por suerte el sucesor de Pio XII fue Juan XXIII… Pero el corto mandato de aquel Papa Bueno, si bien dejó la llama encendida del Concilio Vaticano II, que convocó a la Iglesia a generar cambios que la acercaban como nunca a aquella mística de los primeros cristianos, que cobijó a los curas tercermundistas y no censuró ni persiguió a los teólogos de la Liberación, fue el límite real de ese empuje imprescindible para darle vida y sentido a una Iglesia que se había convertido en una organización secular que velaba por intereses financieros, políticos y sociales muy distintos al mandato evangélico, y finalmente esa revitalizante fogata dejó paso, una vez asumido Paulo VI, a un nuevo retroceso y a un alejamiento de esas bases que reclamaban algo más que recuperar la palabra que les había sido vedada a través de siglos de oscuridad y silencio litúrgico.
El Concilio Vaticano II fue la prueba de que no era necesario apelar a los postulados de la reforma luterana ni al calvinismo para revisar y remover los sombríos cánones que impedían al Pueblo católico acceder a las Sagradas Escrituras, a la Palabra de Dios; que fijaban el ofensivo mandato a los pastores de rezar la Santa Misa de espaldas a la grey y en latín; que negaba irracionalmente cualquier tipo de aproximación ecuménica que fijara las bases de un diálogo con otras religiones, abriendo de ese modo el camino hacia entendimientos básicos que apuntalaran una intervención multiconfesional ante las potencias seculares que explotaban y explotan al ser humano, ya sea a través del mercado o por medio del Estado.
Atrás quedaba el apoyo oficial del máximo poder eclesiástico a los curas que comenzaron a reinterpretar la teología de la dominación y el miedo, ofreciendo, desde el análisis metódico, histórico y científico, un nuevo relato, liberador, fiel a los acontecimientos de una teología del amor y de la solidaridad, no del silencio ante los atropellos del poder imperial económico en todas sus variantes.
A modo de ejemplo de la potencia de aquel esfuerzo por reinterpretar desde el contexto histórico algunos pasajes clave del Evangelio, no podré olvidar jamás el aporte de un cura del Pueblo, Cacho Cámpora, salesiano, cuando nos pedía que pensemos con rigor qué lógica encontrábamos en la sumisión de Cristo ante el poder romano a lo largo del episodio en el que un soldado al mando de Poncio Pilatos lo abofetea y él, según la interpretación “oficial” de la Iglesia romana, le ofreció la otra mejilla en señal de renuncia a cualquier desafío, mostrando un Jesús sumiso, que prefería ser golpeado con tal de mostrar que el momento de la Justicia no está en este tiempo ni en este mundo, sino en el más allá que le espera a los Justos. Aquel cura, con la rigurosidad de quien revisó los textos evangélicos contextualizando la gestualidad, la psicología de los personajes y las costumbres de la época, luego de escuchar nuestras opiniones, se despachó con la siguiente tesis: “Aquel que ante un golpe o un cachetazo sólo puede manifestar sumisión agacha su cabeza, esconde su rostro, evita la mirada del golpeador, le teme o bien quiere mostrar que no luchará. Sólo aquel que quiere dejar sentada la única forma de desafío a ese cobarde poder del cual surge el golpe a un hombre indefenso, eleva su rostro, mira fijo al agresor, y muestra entera su otra mejilla, desafiando a intentar una nueva bofetada, que por otra parte no llegó. Piénsenlo. Jesús no agachó su cabeza ni escondió su rostro, no mostró mansedumbre, por el contrario, desafió a su golpeador desde el único gesto que le quedaba dada su condición de prisionero maniatado e indefenso”.
Como ése pasaje, hay tantísimos que explican cuestiones que ponen en un brete enorme a una Iglesia socia del poder secular, y genera contradicciones agudas al seno de una jerarquía gestora de esa interrelación con los poderes políticos y económicos terrenales. Ésa y no otra es la tarea de un Papa que quiera, mucho más allá de los símbolos y de la gestualidad, cambiar las bases teológicas de la Eclesia, la que debería dar cobijo a sus ovejas como la daban las comunidades del Primer Siglo, muchos de cuyos integrantes habían conocido de pequeños al propio Jesucristo, o bien tenían de primera mano los relatos frescos de su paso por el mundo, para cumplir el Plan de Dios.
Modestamente considero que en la Argentina éste es un tiempo de debate político como nunca antes se había dado desde el regreso de la democracia, allá lejos en el tiempo, pero no tanto como para olvidar que fue en 1983, después de una dictadura que arrojó cadáveres, pobreza, deuda externa, desaparecidos y una guerra infame enmascarada por el legítimo reclamo sobre Malvinas.
Poner en el centro del debate a la jerarquía eclesiástica no es sinónimo de enangostar horizonte alguno, más bien creo que es el derecho de muchos cristianos de interpelar a ese poder que es el único que no le pidió perdón a la sociedad argentina por su silencio ante los crímenes descritos durante el período 1976-1983.
Y con la misma modestia, quisiera dejar testimonio de que Néstor Kirchner y Cristina, lejos de “escapar” –como dicen algunos– de la trampa del Tedeum de cada 25 de Mayo, supieron optar por otros ámbitos en los que el poder espiritual no se inmiscuyera de la manera más innoble en el devenir secular, una práctica que no se circunscribió exclusivamente al arzobispo de Buenos Aires, hoy ejerciendo ese cargo en la diócesis romana. El ejemplo de monseñor José Miguel Medina retando a Raúl Alfonsín –quien debió subir al púlpito para responderle- debería alcanzar para que muchos recuerden que esas amonestaciones, que NO TIENEN CARÁCTER OBLIGATORIO PARA NINGÚN GOBERNANTE, remiten a un rol político que en los dos primeros gobiernos peronistas culminó con aquella leyenda “Cristo Vence” en los fuselajes de los aviones de la Marina que arrojaron sus bombas en Plaza de Mayo.
Dicho todo lo anterior, como cristiano y peronista, celebro el debate y espero con honestas expectativas que Francisco I desarrolle su mandato al frente de la Eclesia sacudiendo los cimientos de la cúpula romana hasta retornarla al espíritu de los primeros cristianos. No es una utopía, es un mandato evangélico, cargado de la fuerza que tiene aún, para muchos millones de cristianos, el Plan de Dios, que no envió a su Hijo unigénito para que la Humanidad compitiera o se asociara con el poder del César. La jerarquía romana está en deuda con ese Plan. Desconocer eso nos hace cómplices de tanto silencio y tanta inacción frente a las injusticias del mundo.
La redentio, esa figura que explica aquel Plan de Dios Padre, que no es otro que el de haber enviado a su Hijo unigénito para morir y resucitar por nuestros pecados, no es patrimonio de la teología judeocristiana, pero le sirvió a los primeros apóstoles para predicar ante los gentiles, aquellos no judíos que no podían entender que un dios ofreciera a su propio hijo para salvar a toda la Humanidad, que lo hiciera pasar por tamañas humillaciones e incluso lo dejara morir en una cruz, rodeado de ladrones, luego de pasar tres años mostrando el poder de su Palabra y un puñado nada desdeñable de milagros.
La redentio era la paga que cualquier romano, noble o plebeyo, podía ofrecer para rescatar a alguien condenado a morir en la cruz o en cualquier otra forma. Un romano, por lo que fuese, al ver en la cruz o en la estaca a un hombre que todavía podía rendir como esclavo o sirviente, o a una joven que pudiera ser vendida a un precio conveniente, podía pagar una redentio y rescatar de las garras de la muerte a esa persona. De ahí el concepto de redención: el magno pago que Dios Padre decidió hacer para rescatar a su máxima creación, el ser humano, que en ejercicio de su libertad desafió a su Creador incumpliendo la única restricción que éste le impuso para convivir eternamente en armonía junto a Él.
Una Iglesia que no es capaz de entender a la redentio de otra forma que enfrentar a los poderosos para rescatar a los más vulnerables de las garras de su codicia no cumple su misión evangélica. Hoy la Iglesia sólo tiene un instrumento de pago: su opción por los pobres, por los desvalidos, por los perseguidos, por quienes sufren las inclemencias del poder económico y político, por las víctimas de las guerras preventivas, los desplazados por la angurria financiera, los desamparados de todo derecho. Francisco I tiene la gran oportunidad de dar ese paso, de recrear la Pascua, y atravesar el puente entre el viejo y oscuro orden clerical y fundar otro, diáfano, de la mano de quienes necesitan tanto de la Palabra como de los panes y los peces.