La Argentina y el progreso
1810-2110. Han transcurrido ya trescientos años de la augusta gesta maya que diera nacimiento a la idea de nacionalidad. El país parece encaminarse definitivamente luego de varios reveces hacia su destino de grandeza. Nuestros gobernantes desde hace ya cincuenta años han decidido por fin ponerse a la altura de las circunstancias generando políticas de estado que nos hacen augurar un futuro promisorio por lo menos para los próximos ochenta años. La desocupación ha disminuido a cifras irrisorias, impera el pleno empleo, la gente disfruta en felicidad de su diario existir…
¿Qué hermosas palabras no?. Tomás Moro pareciera hacerse presente entre nosotros regalándonos un hermoso sueño de mocedad. Pero la realidad, nos indica que ese idílico horizonte cuanto menos se manifiesta difícil de llevar a cabo, por no decir irrealizable. La realidad nos sacude fuertemente, diciéndonos que hoy en 2010 la nación se encuentra frente a una encrucijada con innumerables objetivos de una eterna agenda por cumplir. En el centenario, el orbe se encontraba dividido en términos económicos entre productores de bienes de capital y productores de materia prima. A nosotros nos cupo la segunda de las alternativas, ser una mera factoría de la que se servían -y aún lo siguen haciendo- las grandes potencias. ¿Progreso? Sí, evidentemente para muchos analistas en esa etapa se progresó y al amparo de esta hipótesis salen las estadísticas, siempre dispuestas a la espera de alguien que se valga de ellas para fundamentar algún pensamiento. Ahora, progreso significa privilegiar el sector externo, en este caso el agrario -valga decir que la industria nunca fue nuestro fuerte- en pos de la satisfacción cuasi hedonista de un grupúsculo enquistado en el poder o verdaderamente desarrollar las fuerzas productivas integrando a los diferentes sectores que componen la sociedad?. Me dirán y con razón, en aquella época predominaban las ideas biologicistas, donde los seres naturalmente más aptos debían imponerse sobre los otros, tal como sucedía en el reino animal; laboratorio de análisis de Darwin y Spencer desde donde crearán sus teorías. En aquella época el liberalismo económico que tenía como padres a Adam Smith y David Ricardo podía afirmar indiscutiblemente que era el rey del universo. ¿Quién iba a contradecirlo si los resultados lo proclamaban vencedor?; ¿quién podía poner en tela de juicio un progreso económico, no social, que presumía de infinito?. El golpe al coloso va a llegar en los treinta del siglo pasado, cuando las economías nacionales se contraigan producto de la crisis iniciada aquél jueves negro de 1929. Allí el estado con mayúscula, el Estado, empezó a ser visto como algo no tan nocivo si lo que se buscaba era el avance de la humanidad. Era preciso intervenir, primero creando algún tipo de regulación sobre el flujo de capitales (a lo que se arribará en la conferencia de Breton Woods de 1944), y legislar en materia social para las masas, porque de lo contrario estas podían desbocarse y ser presa fácil del tan temible peligro rojo.
En estas tierras, ese tipo de políticas le darán nombre a lo que se conoce como populismo, personificado en el gobierno de Juan Domingo Perón. Allí, se convertirán en sujetos miles de entes sin nombre que deambulaban por la vida esperando ser considerados persona, quienes justamente con la crisis del treinta habían cambiado el ropaje de labriego por el overol industrial. Entonces a la idea de progreso, que el peronismo también defendió -suele ser considerado erróneamente como un momento involutivo de nuestra historia-, se le sumó la de justicia; y no cualquier justicia sino la justicia social. Con errores y con aciertos fue consolidándose lentamente un sector manufacturero primero sustitutivo mercado-internista, luego tenuemente externo, que con mayor o menor intromisión del capital foráneo continuó su ascenso hasta el último gobierno castrense. Allí, más allá de sus crueles y sangrientos correlatos en término de pérdidas humanas, se cuestionó esa idea de progreso alumbrada al calor del peronismo histórico que postulaba una tregua entre el capital y el trabajo. El progreso, debía conseguirse ahora desmantelando el sistema productivo que tantos años había costado afianzar y para eso, había que acabar con el tan denostado populismo que olía a demagogia plebeya. Para esto, se intentó volver al modelo agroexportador de fines del siglo XIX y principios del XX, que tan buenos resultados había dado. La diferencia radicaba en que casi medio siglo nos separaba de aquella experiencia. El mundo había cambiado, y con él las sociedades entre las que incluimos la argentina; que guste o no también está inserta en el mundo, valga la redundancia. Se consideraba perjudicial para la economía el importante espacio de poder ganado por los sindicatos; destinándose no pocos esfuerzos para impedir su funcionamiento, ya que si la sociedad no se organiza, difícilmente pueden existir los gremios. Se favoreció la importación desmedida, anclada en la idea de que debíamos disfrutar de los avances de la civilización, y dejar de privarnos de gustos solamente por defender caprichosamente la economía vernácula.
En ese sendero se prosigue hasta la restauración democrática, en la que se intenta reverdecer tímidamente la producción sustitutiva, pecando ahora de anacrónicos. Ya no regía el orden de la segunda posguerra, y el liberalismo aggiornado a la época se ceñía sobre los gobiernos. Nuestro país, en una reacción característica, no escogió ni uno ni otro camino, optando en todo caso por una muerte lenta. Así llegan los noventa, en donde en virtud de las acuciantes circunstancias se retoma el programa económico de la dictadura de manera mucho más drástica, avalado -y es de sinceros decir la verdad- por la mayor parte de la sociedad. La idea de progreso ahora intentaba equiparar a una nación sojuzgada de Latinoamérica con los países del mundo desarrollado, en lo que se dio en llamar economía social de mercado. En consonancia con lo propuesto por los organismos internacionales de crédito, había que acabar con las deficitarias empresas estatales, con la intervención en lo social, con la protección de la industria nacional, cuya manutención resultaba costosa. Para eso debíamos abocarnos al rubro en el que más nos benefició la providencia, el primario; y por supuesto al encantamiento de la vedette de aquellos días: el sector servicios. Esta realidad ficta construida sobre la nada, eclosionó en el fin del milenio; quizás como preanunciándonos un futuro de sufrimiento. Ya en el nuevo milenio, y asumiendo nuestra condición de país subdesarrollado o en vías de desarrollo (frase más políticamente correcta), se presenta un modelo económico de raíz agraria, con cierta participación del sector secundario en el producto bruto interno, que viene mostrando síntomas de agotamiento desde hace un tiempo.
¿Cuál será la adecuada idea de progreso que nos permita avanzar como nación en materia económica, sin por ello descuidar el destino de las grandes mayorías?; ¿el 2110 nos encontrará varados en ultramar, o encaminados hacia un horizonte de opulencia?.
Por nuestra parte nos conformamos con mucho menos que eso; con ver la sonrisa de un niño feliz, porque si ese niño está feliz significa que no tiene hambre; y si ese niño no tiene hambre significa que sus padres tienen trabajo; y si sus padres tienen trabajo el país produce; y si el país produce la nación progresa como tal; pero el progreso no entendido como placer estadístico, sino como un porvenir de prosperidad para la sociedad toda, algo así como lo que soñaron los Hombres de Mayo.