Ray, el inmortal
Pocas veces sentí tanta tristeza, tanta amargura por una pérdida irreparable como en el instante en que escuché en la radio la primera información que adelantaba la muerte de Ray Bradbury.
De inmediato lo imaginé sentado en el subsuelo de su casa en Waukegan, Illinois, junto a su vieja máquina de escribir, tecleando su último cuento, con la cabeza agachada y sus hombros inclinados sobre un texto incipiente, insuflando aire a sus cachetes regordetes y sonrosados para darle más fuerza a su imaginación tras el punto y aparte.
También la veo en mi sueño, descendiendo lentamente por la escalera, para no perder el equilibrio, a su sonriente esposa Marguerite con el té caliente para el amor de su vida, el tercer hijo de Leonard Spaulding Bradbury y Esther Marie Moberg.
Marguerite, como siempre, llevaba en la bandeja una porción de la torta favorita de Ray, casera, calentita, embebida en alcohol y llena de crema de frutilla.
La ensoñación que disfrutaba, me transportó a un imaginario portal del tiempo, el que me introdujo junto a Ray en 1950, entre luces y sombras mientras entretejía historias dispersas que terminarían por conformar, -tras múltiples rechazos de editores- las míticas Crónicas Marcianas, en las que un hombre ilustrado como él enviaba, con frenética imaginación, las primeras misiones colonizadoras a Marte.
Luego el sueño se hizo difuso y el desconsuelo, la aflicción y una profunda paz interior me tomó por asalto, mientras rezaba por su alma ahora inmortal, como siempre el deseó que fuera.
Ray, mi estimado amigo desde la infancia y la juventud –a través de la lectura ensimismada y apasionada de sus cuentos- tuvo el atrevimiento de introducir a millones de seguidores de sus textos fantásticos, en temas tan delicados como la guerra nuclear, el racismo y la censura generada por una sociedad hipertecnológica donde los bomberos quemaban libros – Fahrenheit 451-. Y no sólo lo logró, sino que lo hizo poéticamente como nadie.
Ironía del destino: un escritor que transportó a sus lectores por el espacio hacia el planeta rojo y a millares de estrellas, por años sufrió ataques de pánico cuando debía subir a un avión.
Finalmente el temor fue vencido, tras pagar miles de dólares en trenes y taxis. Quizá un “caballo de hierro”, el asteroide al que los científicos bautizaron con su nombre, o un coche de alquiler lo llevó finalmente a Marte, ya que en vida no pudo cumplir con su anhelo de ser uno de los primeros terrícolas en tierras marcianas.
Tras más de nueve décadas de vida, Ray, un intelectual vibrante y activo, confirmó al pasar con su alma a otra dimensión, que los escritores jamás se jubilan, porque para él la escritura “no ha sido un trabajo, sino un juego” que se genera tras la explosión de una idea y se desarrolla rápidamente, casi sin pausas,- en su caso personal-, por dos horas continuadas. El resto del texto lo seguirá al día siguiente, durante otros 120 minutos, aunque previamente corregirá una o dos palabras de lo ya redactado. Luego la historia continuará de un tirón por varios días… hasta que cierre el cuento…en su nuevo paraíso.
La carrera de su vida la corrió escribiendo y quizás por ello entendió la necesidad de poner en palabras el pasado, el presente y el futuro, “como una cura contra el desenfreno de la vida y la realidad de la muerte”.
Por eso, en sus charlas por las bibliotecas de los Estados Unidos, siempre a sugerido a sus interlocutores que “Hay que apresurarse a vivir…y a escribir. A toda prisa”, si es posible dando saltos temporales como lo hizo en “El Hombre Ilustrado”, allá por 1951, con una visión esperanzadora de la especie humana.
Ray se graduó en una escuela secundaria de Los Ángeles en 1938, a 18 años de su nacimiento, y allí concluyó su educación formal, de la que era un detractor. Sin embargo él la llevó más allá por su cuenta, pasándose noches enteras en las bibliotecas y redactando en su ático, con sus anteojos redondos y negros clásicos de siempre, vestido con bermudas, medias cortas y zapatillas, para sentirse cómodo ante el ventanal generoso, sentado frente a su mesa–escritorio, rodeado de libros, diarios, anotaciones, una radio, carteles, infinitos muñecos de peluche y papeles abarrotados de ideas que surgieron a cualquier hora del día…y de la noche.
Voceó diarios como canillita en esquinas de Los Ángeles, desde 1938 a 1942 y apenas comenzó a trabajar publicó su primera historia: “El dilema de Hollerbochen”, aparecida en ¡Imagination!, una revista amateur.
La urgencia de su escritura poética, lo llevó a publicar cuatro números de su revista Futuria Fantasía y en 1941 comenzó a cobrar sus cuentos con “Pendulum”. Su obra comenzaba a impactar en la imaginación del Siglo XX.
Un año más tarde, con “The Lake” –El Lago- descubrió sus estilo de escritura, la que distinguiría de todos los demás autores de literatura fantástica.
En ese trabajo encontré un relato desarrollado en este mundo con una acción llena de serenidad, expectación en el que como lector me introducía en lo desconocido, lo terrorífico.
Ray siempre estuvo preocupado por el futuro de una humanidad dependiente de la tecnología y ha bregado en sus historias por el logro de una vida sencilla, “alejada del ajetreo de la modernidad”, a lo que deben sumarse algunos de los miedos clásicos de los seres humanos como el de la muerte.
No quiero dejar de expresar en algunos pocos parágrafos el pensamiento de mi compañero de lecturas fantásticas sobre algunos temas básicos, esto es, por ejemplo, las confirmaciones de las utopías literarias. Y en esto tenemos el claro ejemplo de su única historia de ciencia ficción: Fahrenheit 451.
Eso sí, su pensamiento respecto de las computadoras fue claro: No comprendió el entusiasmo por Internet y por las autopistas informáticas.
¿Quién quiere estar en contacto con cien millones de personas?, se preguntaba a la vez que admitía, paradójicamente, que “en las computadoras tenemos a nuestra disposición casi todo el saber humano”. Obviamente, para Ray la cuestión no estaba en la tecnología, “sino cómo se la utiliza”.
Las ideas, plenas de infinita imaginación, no le dieron paz durante décadas. A plena luz o en las noches más oscuras tecleó sin descanso. Lo he escuchado decir en reportajes que “ en la oscuridad de París, mientras su esposa dormía”, había terminado una novela con las primeras luces del amanecer.
La vibración de las emociones que trasuntaba cuando hablaba del universo y del planeta rojo es lo que más impacta, dicen quienes han asistido a sus charlas donde no escondía que el temor a la soledad era otro de sus temores primigenios.
Estaba definitivamente convencido que las bibliotecas no desaparecerían y tenía las esperanza en que los padres del presente y del futuro entenderían que sus hijos debían dejar de pasar tantas horas jugando con computadoras o viendo pantallas llenas de violencia sexual, homicidios y noticias desesperanzadoras.
Era positivo para Ray que uno tuviera influencia de gente que apreciara por sus valores personales y tenía claro que “se deberían encontrar modos de restablecer el entorno familiar para los chicos sobre los que se debería enfatizar desde el mismísimo jardín de infantes, la enseñanza de la lectura y de la escritura. Así, el segundo grado, el niño sabrá leer y escribir y puede empezar a joder con la compu”, expresó en una de las miles de notas que dio.
Sé que ha llegado la hora de ir dando un colofón a este humilde tributo y quiero hacerlo refiriéndome a dos definiciones fundamentales que han signado la vida de mi “amigo” sobre igual número de temas, esto es: responder a que estamos haciendo en este planeta al que denominamos Tierra y que es la vida.
“Tenemos que cumplir nuestro destino y volver a la Luna y a Marte para expandirnos, como lo hace y hará el universo, permanentemente, hasta el final de los tiempos”, apuntó, cada vez que pudo Ray muy seguro de sí mismo.
Respecto de la vida, la definió en sus entrevistas como “un don del que debemos disfrutar. Es una oportunidad gloriosa y yo la aprovecho para escribir el mejor artículo que se haya escrito hasta ese momento”.