Un accidente como el del miércoles en la estación de Once no es la mejor manera para detectar problemas. Más aún cuando esos hechos no son producto de la simple casualidad. El “podría haberse evitado” circuló por la cabeza de millones de argentinos. No es cuestión de subirse al carro de los detractores ni seguir adelante hasta que la cosa se enfríe; tampoco de pedir palabras de condolencia que después serán denostadas en los mismos titulares que las exigen. Hay mucho horror en las imágenes y demasiado dolor en el recuerdo para que todo se olvide fácilmente. Tampoco el futuro debe reducirse a un cruce verbal entre ciertos medios y el Gobierno Nacional ni a un histriónico rodar de cabezas de empresarios o controladores. Un hecho de estas características –sumado a otros anteriores- exige un cambio en serio, una reformulación comprometida con el servicio, una transformación que reduzca abismalmente las posibilidades de repetición de una tragedia así. Lo cotidiano no puede troncharse por una sucesión de desidias. Muchas cosas deben pensarse en torno a este doloroso golpe que desconcertó a todos y no sólo es necesaria la reconstrucción del sistema de transporte ferroviario sino la revisión en profundidad del siniestro articulado legal que nos ata a las oscuras ciénagas del pasado neoliberal.
El hallazgo tardío del cuerpo de Lucas entre los fuelles de dos vagones y los destrozos producidos por barrabravas disfrazados de indignados en la tarde del viernes forman parte de otro problema y no están relacionados entre sí. El primero agrega más dolor, abandono y desolación; el segundo es otra cosa y sugiere el aprovechamiento de la tragedia para golpear lo más arriba posible. No es la primera vez, ni será la última. Pero es importante recordar que cada tanto un grupo de extraterrestres apedrea estaciones ferroviarias, legislaturas o lo que sea sin otro motivo más que obedecer órdenes de la Nave Madre. Pero eso no debe desviar la atención del núcleo del verdadero problema: las condiciones en que viajan millones de personas diariamente para cumplir con sus obligaciones laborales.
Que el deterioro del servicio comienza en los sesenta o que haya sido privatizado a mediados de los noventa de la manera más irracional y traicionera es el inicio del despropósito, pero que el Gobierno Nacional haya permitido el avance de la decadencia después de ocho años de gestión resulta desconcertante. En este hecho lamentable hay una cadena de responsabilidades incumplidas que ameritan sancionarse y, cuanto antes, comenzar a reconstruir un servicio deteriorado por la avaricia de quienes explotan la concesión ante la ciega mirada de quienes debían evitarlo. Aunque no tan ciega porque, tanto la Auditoría General de la Nación como la Comisión Nacional de Regulación del Transporte, vienen denunciando desde hace años “la desinversión y falta de mantenimiento”, aunque sin respuesta por parte de TBA. La empresa de los tres hermanos fue sancionada con sucesivas multas que no fueron pagadas. Impunidad, prepotencia, rebelión. Conductas inaceptables para el nuevo país que la mayoría está proyectando.
Apelar a la “falla humana” como una excusa cínica deja en soledad a Marcos Antonio Córdoba, el maquinista, que no estaba alcoholizado ni drogado, de acuerdo a los análisis a los que fue sometido. Si los frenos funcionaron o no, si hay un diálogo grabado que demuestra lo contrario, si las declaraciones de Córdoba fueron las que fueron o no, se sabrá en unos días. Quizá sea necesario recordar que, además de Córdoba, hay otros humanos en el mundo de los trenes, como técnicos, mecánicos, controladores, supervisores, por lo que la tan mentada falla humana es tan amplia que no involucra a nadie. O a todos, que es más o menos lo mismo. También hay empresarios que, como tales, acumulan sin fallar, sobre todo en los recortes en mantenimiento e infraestructura vial. Y, aunque cueste creerlo, también son humanos.
El fiscal Federico Delgado presentó un dictamen en el que expresa la necesidad de investigar las “condiciones” del servicio ferroviario, las eventuales responsabilidades de la concesionaria TBA en el mantenimiento del servicio y el uso de los subsidios. Por supuesto que en la mira del fiscal estará la actuación de los organismos del Estado que deben controlar la calidad y seguridad del servicio. El fiscal Delgado se opuso a la excarcelación del maquinista, pero nada dijo sobre la libertad de los principales responsables, los avariciosos hermanos Claudio, Mario y Roque Cirigliano. “El que mata tiene que morir” vomitó una vez la diva. ¿Opinará lo mismo en este caso?
No la muerte, pero sí un castigo ejemplar. Si esta tragedia exige un cambio, ese cambio debe comenzar por el castigo al grupo que explota esa red ferroviaria. Y si se demuestra que la avidez por la acumulación ocasionó la desinversión en el sistema y, como consecuencia, las muertes, que pierdan la concesión resulta insuficiente; que devuelvan lo recibido en subsidios a lo largo de estos ocho años –más de dos mil millones de pesos- y que no se refleja en mejoras en el servicio ilumina un poco el panorama. Un avance importante en el castigo sería revisar el crecimiento patrimonial a partir de 2003, seguramente a costa de la incomodidad de los pasajeros y el riesgo de cada viaje. Gran parte de ese capital debería volver al Estado para ser invertido en infraestructura ferroviaria. Finalmente, estos pícaros hermanos deberán afrontar el pago de indemnizaciones a los afectados por la tragedia del miércoles. Si les queda algo de dinero y si la Justicia no los inhibe para emprender nuevos negocios –aunque debería hacerlo- podrán instalar un maxi kiosco en la estación Constitución, actividad que no resultará peligrosa para los ciudadanos, salvo que –en una clara muestra de no haber aprendido la lección- vendan mercadería adulterada o en mal estado. Así deberían terminar estos delincuentes que atentan contra la seguridad de la población. Claro, todo esto si se demuestra la hipótesis: el abandono del tren por acumulación de moneda.
Pero hay muchos más actores en esta tragedia que permiten rodar por las vías formaciones deficientes y poco confiables, seguramente para no poner en riesgo su fuente de trabajo o para no ser sancionados por la empresa. No sospechan –o tal vez sí- que al preservar de esa manera el puesto ponen en riesgo la propia vida, además de la de los pasajeros. La solución de este problema no pasa por cambiar nombres sino por reformular un sistema. Privado, estatal o mixto, pero serio, responsable y profundamente comprometido con el servicio que deben prestar.
Un poco más allá. Ahora detengámonos en los pasajeros, que deben ser beneficiarios y no víctimas. Hay mucho para pensar sobre esos millones que se desplazan a diario en las condiciones más tortuosas que puedan imaginarse. No viajan por placer, que quede claro. Si se amontonan en los vagones no es por satisfacer su instinto gregario ni por necesidad afectiva; si destinan varias horas por día al traslado no es porque no tengan otra cosa que hacer; si suben a un tren no es por libre elección, si no porque no les queda otra manera de llegar a CABA. El trabajo los llama y su día comienza muy temprano porque tienen que recorrer muchos kilómetros y no de la mejor manera. Y son muchos, muchísimos los que invierten horas de su vida en traslados porque en su lugar de residencia no encuentran una colocación mejor. Nadie paga ese tiempo perdido en el que, además de la incomodidad y el cansancio, están arriesgando la vida. Y como condimento del drama cotidiano, se agrega la presión de llegar a horario para no ser sancionado. ¿No es mucho? El trabajo dignifica, ¿y con el traslado qué pasa?
Recorrer kilómetros y kilómetros para ir a trabajar no debe ser la regla, sino una excepción. Este es un tema que no abarca sólo el buen funcionamiento de los trenes. Mejorar las condiciones de vida de los trabajadores debe ir mucho más allá de un aumento del salario. Desde 2003 ha habido un impresionante crecimiento de los puestos de trabajo, reduciendo a menos del 7 por ciento el desempleo. Un logro inimaginable después de la crisis de 2001. Pero la tragedia de Once no sólo deja a la vista el abandono del tren, medio utilizado por los sectores de ingresos medios y bajos. Ante tantos pasajeros que necesitan viajar en las horas pico, cualquier sistema colapsa. A largo plazo, se hace imprescindible una redistribución regional de las ofertas laborales, para que sean menos trabajadores los que requieran recorrer tanta distancia. Esto significa planear un nuevo mapa económico, un nuevo desarrollo para un país que debe alejarse cada vez más de las telarañas tejidas en los noventa y tal vez mucho antes. Telarañas que resisten implacables y que, de tan gruesas, comienzan a asfixiarnos.