La imprecación de los Lugones
La desgraciada saga familiar de Leopoldo Lugones estaba a horas de terminar aquel 18 de febrero de 1938 en la posada “El Tropezón”, del Recreo del Delta.
El conserje lo recibió con su entrenada y calculada sonrisa y Leopoldo saco del bolsillo interior de su saco la pequeña gamuza con la que luego limpió con minuciosidad sus lentes.
Se despidió del recepcionista tocando su sombrero, tomó la habitación 9, que se ubicaba al final del corredor y se dirigió a ella hasta detenerse y girar sobre sus talones para pedir que lo llamen a las 22, para cenar.
Ingresó a la habitación que lo cobijaría hasta los últimos instantes de su atormentada vida. Se dirigió lentamente, como midiendo sus pasos hasta el pequeño escritorio, sacó su lapicera y escribió resuelto: “El único responsable soy yo de todos mis actos”.
Levantó la vista, metió la mano izquierda en uno de los bolsillos de su saco, retiró el paquetito en que había envuelto, de manera puntillosa, la pastilla de cianuro, la mezcló con whisky y de un solo trago bebió el contenido fatal.
Así, Leopoldo se quitaba la vida, acto considerado por el padre Leonardo Castellani, -que lo asistió en su conversión al catolicismo- , como “un lamentable suicidio de sirvienta”.
No pocos presupusieron que ese “calculado final” fue la resultante de que la universitaria María Emilia Cadelago[1] le había negado su amor cuando trabajaba en la Biblioteca Nacional de Maestros, argumentando la diferencia etaria entre ellos. Emilia sólo tenía 25 años y el poeta, escritor, ensayista, periodista y diplomático 52, a lo que hay que agregar dos elementos imprescindibles: estaba casado y tenía un hijo: “Polo”
Emilia había tomado contacto con Leopoldo, por primera vez, para pedirle un ejemplar del agotado “lunario Sentimental”, que necesitaba para hacer un trabajo,
“Polo” Lugones, quien no aceptó la traición a su madre, amenazó a su progenitor con meterlo en un manicomio “si no abandonaba esa relación”. Emilia y Leopoldo dejaron de verse, pero muchas versiones indican que ella no dejó de quererlo. Tanto es así que a su muerte pidió que colocaran en su ataúd un pequeño gato de peluche que Lugones le había regalado.
Y como si esto último fuera poco, “Polo” era ya un comisario inspector de la policía, al que todos conocían por haber introducido, como método de tortura en los interrogatorios, la picana eléctrica.
Es más, Susana Lugones[2, la hija de “Polo”, a la que todos conocían como “Piri” terminó detenida y luego desaparecida en 1978 por el terrorismo de Estado.[3] Ella murió a los 52 años, habiendo sido torturada con los métodos que había introducido en el país su propio padre, durante la tiranía de Uriburu. Transcurrieron algo más de cien años entre el nacimiento de Leopoldo Lugones y la muerte de de “Piri” y pasaron, también, un poeta, un torturador y una montonera. Dos suicidios y un homicidio.
“Polo”, al conocer la relación extraconyugal, por lo que, utilizando su cargo, extorsionó sin miramiento alguno a su padre y a su amante, luego de hablar con la familia Cadelago.
Emilia terminó viviendo en Montevideo y Leopoldo tuvo que admitir la vergonzante situación. Sin embargo, la misma lo destruyó literariamente hablando, ya que no pudo concluir la biografía de Julio A. Roca.
El origen de la historia
El 13 de junio de 1874 nacía el poeta, ensayista, periodista, político y diplomático Leopoldo Lugones, quien sería el fundador y primer presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, así como reconocido precursor en lo que podría señalarse como la configuración de la literatura argentina.
Leopoldo fue hijo de Santiago Lugones y Custodia Argüello, quienes lo criaron bajo los mandatos religiosos del catolicismo mientras, con el tiempo, y como consecuencia del número de hijos que traían al orbe, se mudaron a la capital de Santiago del Estero, a Ojo de Agua y por último a Córdoba.
Leopoldo se inició como periodista en El Pensamiento Libre, paradójicamente una publicación atea y anarquista y no pasó mucho tiempo para que formara parte del grupo del primer centro del socialismo en la provincia mediterránea.
Sus poemas, cuando sólo contaba 22 años, eran publicados bajo el seudónimo de Gil Paz .y fue entonces que repitiendo las alternativas de la relación sentimental de sus progenitores, se casó por civil –como ateo-, con Juana Agudelo, a quien había conocido en Buenos Aires, ciudad en la que decidieron vivir.
Traía Leopoldo en uno de los bolsillos de su saco roído por el tiempo muy poco dinero y una misiva de recomendación que le había firmado al pie el poeta Carlos Romagosa y que tenía como destinatario a Mariano Vedia, por entonces director del diario roquista La Tribuna.
Romagosa lo exponía a Leopoldo en su nota como liberal rojo, apasionado y exaltado en sus pasiones y propósitos, agregando “exaltación muy propia de su falta de experiencia”.
La casualidad hizo que Rubén Darío lo escucha recitar una de sus poesías y le dedica el artículo en El Tiempo que tituló “Un poeta socialista”, donde lo trató de “convencido inconquistable, al menos por ahora, que está en su sangre ardiente en su estación de entusiasmo y sueños”.
Leopoldo comienza a trabajar profesionalmente como periodista en La Tribuna y en el segundo gobierno de Julio A. Roca es designado en el Ministerio de Educación en el área de trabajo de campo, lo que posibilita que viaje por Argentina, el país de la torre Eiffel y Suecia, donde había sido enviado para estudiar el estado de la educación en el viejo mundo, desde donde regresa con mucha documentación e ideas literarias, base de su influyente obra, la que le valió para recibir auspiciosos párrafos del mismísimo Borges.
“La hora de la espada”
En diciembre de 1924, en Lima, Perú, ya como escritor consagrado y a punto de recibir el Premio Nacional de Literatura, pronunció un discurso calificado de simbólico: “Señores: dejadme procurar que esta hora de emoción no sea inútil. Yo quiero arriesgar también algo que cuesta mucho decir en estos tiempos de paradoja libertaria y de fracasada, bien que audaz ideología. “¡Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada!”.
Quien nos ocupa tenía como elemento base de su análisis que “el Ejército debe encarrilar la vía patriótica” e incluso, en el Teatro Coliseo de Buenos Aires donde habla de “la doble amenaza”.
Su discurso tenía dos elementos esenciales: la amenaza externa de algún país extranjero y la interna “una masa disconforme y hostil, que sirve en gran parte como elemento electoralista desenfrenado”.
Fue Jorge Luis Borges, el prólogo de El Hacedor (1960), expresó la grandeza de Lugones como escritor, a la Fue Jorge Luis Borges, el prólogo de El Hacedor (1960), expresó la grandeza de Lugones como escritor, a la vez que se consideraba su heredero. También Dardo Cúneo publicó un libro sobre Lugones en el que consideró su ardorosa carnadura conflictiva, con sus desacomodos, con sus propios compromisos y sus propios desafíos, en cuyo genio y figura culmina y hace crisis, en su versión intelectual, el liberalismo en el país”.
[1] Eduardo Muslip, autor del libro Fondo Negro (1997) fue el primer articulador de la sórdida historia oculta de Leopoldo Lugones, a partir de la publicación que hizo María Ester Cárdenas de cartas y poemas inéditos, donde se exponía la historia del romance oculto de Leopoldo. La historia fue luego retomada por Jorge Boccanera en su obra “La pasión de los poetas” (2002). Ella terminó convirtiéndose en su “Aglaura”, esto es una diosa griega que representa lo espléndido y la brillantez.
[2] Marta Merkin, en 1995, publicó como una novela histórica Los Lugones. Merkin, en su trabajo consideró a la espada que levantó Lugones como la responsable de la muerte de su nieta al señalar: “La nuestra es una sociedad que mata a sus propios hijos, que cada generación amenaza permanentemente a la siguiente”.
[3] Luciano Sáliche. Diario Clarín. 13/06/2020