La asonada nacionalista de la que renegó Perón
El objetivo de la columna que nos ocupa implica inmiscuirnos en la asonada conducida por el teniente general Juan José Valle, cuyo análisis comunicacional de la misma fue puesta en blanco sobre negro en otra obra de quien esto escribe.[1]
Sí es oportuno acotar algunos elementos históricos que fueron obtenidos tras la publicación del libro mencionado, esto es que el militar Raúl Tanco, quien compartió las responsabilidades máximas de la asonada, ante el fracaso de la misma, se dirigió a Berisso para lograr apoyo, pero fue inútil. Luego, sin otra alternativa debió huir y ocultarse, mientras que Valle hacía lo propio en la capital, en la casa de un amigo, el político mendocino Adolfo Gabrielli.
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Valle caminó toda esa mañana por la ciudad, pausadamente, con los brazos en la espalda y sus dedos entrecruzados, meditabundo y mirando de soslayo hacia todos lados, como buscando al enemigo.
Tras considerar que todo estaba tranquilo cruzó el puente y enfiló hacia el centro de la ciudad. Sólo lo acompañaba su alma mientras rumiaba el descalabro. Por su mente cruzaban latigazos de ideas que le indicaban que camuflaje utilizar.
Las noches de vigilia, los sinsabores y el cansancio desfiguraban su rostro y le daban un aspecto de pálida de serenidad. Salió a ser embestido por una ola incontenible de un pueblo que pretendía sacarse de encima el horror vivido. Sentía que no había dirigido bien a los suyos. Le sobraba ímpetu, pero según su propio criterio, lo había utilizado imprudentemente.
Admitía su falta de conocimiento minucioso de los hombres. ¿Cuántos le habían prometido su apoyo irrestricto y desinteresado?, ¿Cuántos le habían fallado?.
Tenía claro que el general Pedro Eugenio Aramburu lo había dejado avanzar para que prosiguiera hasta el final. Así lograba marcar a sus enemigos y escarmentarlos. Había sido infiltrado y no quiso darse cuenta.
Obnubilado, Valle se dirigió hacia Barrio Norte, iba a la boca del lobo, al foco de mayor peligro. Soñaba despierto en reunir a sus fuerzas, para él casi intactas. Apenas si habían entrado en acción, pero…eso sí… debía expurgarlas de espías para lanzarlas nuevamente a la lucha. No tenía idea de las matanzas que en esos mismos instantes se llevaban a cabo.
Aviones Gloster Meteor bombardeaban sin compasión ni descanso el Regimiento 7 de Infantería de La Plata. Diluviaban disparos sobre la estación de radio de Santa Rosa de La Pampa y familias completas que habitaban las manzanas circundantes soportaban el fuego, apretados unos contra otros bajo las camas, protegidos sólo por míseros y rasgados colchones y por la Virgen. Había ajusticiamientos impiadosos por doquier.
El teniente general de la Nación sentía su corazón acelerado, pronto a explotar en infinitos pedazos, atenazado por una angustia de inconmensurables proporciones que le restaba claridad a sus ideas.
Las horas transcurrían inexorables, avasallantes, sobrecogedoras y lo hacían pensar, una y mil veces, en la necesidad de apelar a su propia muerte porque, de lo contrario, se decía mentalmente, “jamás podría mirar con honor a la cara de las madres y esposas de los asesinados”.
Ya estaba cerca de la casa de su amigo y, cabizbajo, tratando de manipular el torbellino de ideas que lo acosaba, miró en rededor, temeroso. Tocó el timbre y esperó mientras soportaba el frío invernal restregándose las manos resecas y ajadas por la baja temperatura.
Finalmente la puerta se abrió y con alegría fue bien recibido. Le comentó a su interlocutor que no venía a esconderse, sino que su objetivo era prepararse para recibir con serenidad a la muerte, a la que imaginaba como una mujer oscura, de ojos penetrantes y siempre dispuesta a solazarse con la angustia de sus víctimas.
Pasados unos minutos se serenó y lo hizo en tal medida que, allanado imprevistamente el departamento por militares, después de su llegada, los soldados no imaginaron que tenían a la mano, vestido de civil, al más perseguido jefe de la revolución.
Luego de que se marcharan los esbirros, decidió abandonar la vivienda y, ya de nuevo en la calle, en soledad, optó por entregarse como lo que era: un hombre de honor.
Antes, repuesto moralmente, tras pasar una horas en un nuevo refugio donde pasó la tarde del domingo y todo el lunes, llevó el pésame a la esposa de un coronel, su entrañable amigo, fusilado en la madrugada de ese día.
Ahora sí, ya estaba en paz con su alma y dispuesto a rendirse a sus enemigos en la madrugada que se le venía encima.
Otro de sus amigos concibió la idea de salvarle la vida presentándose al jefe de la Casa Militar, capitán de navío Francisco Manrique. Valle, resignado, en su fuero íntimo, sabía que todo era inútil. Manrique, tras conocer la propuesta, concurrió de inmediato al domicilio de Isaac Rojas junto al amigo de Valle y entre los dos le hicieron conocer la decisión tomada.
Concluida la entrevista, desde el mismísimo domicilio del contralmirante, el amigo de Valle le hizo conocer la respuesta de Rojas: “Bajo mi responsabilidad, que se rinda. Su vida no corre peligro”.
Todavía clandestino, Valle mantuvo un diálogo directo con Manrique, quien una vez más le garantizó la vida si se presentaba detenido. Mientras le hacía promesas a Valle, Manrique recordaba las palabras que había utilizado con su superior para recomendar el fusilamiento del mismo “para cerrar el capítulo del levantamiento”.
Valle sabía de promesas vanas y a pesar de ello se rindió, a las 4 de la madrugada de ese mismo día. Trasladado con rigurosa custodia al Regimiento 1º de Palermo, fue juzgado de manera sumaria y luego, -como premonitoriamente a Valle se lo anunció su corazón-, fue condenado a muerte.
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Conocida la decisión, su esposa e hija –de sólo 17 años- intentaron en vano hablar con Aramburu para que conmutara la pena. Su ayudante contestaba, a cada llamado invariablemente: “El general está durmiendo”. Obviamente, las palabras de Aramburu y de Manrique no valían un carajo.
“Papá es uno de los pocos militares no nazis”, imploraba la hija de Valle a los ejecutores y llorando les gritaba a la cara: “ Mi padre estudió en La Sorbona. Vio de cerca el fascismo en Italia. Ustedes no deben matarlo”.
Los corrillos militares fueron unánimes: el primer en firmar la sentencia fue Rojas.
Minutos después del mediodía, cuando el sol alcanzaba su cenit, Valle fue trasladado a la cárcel de Las Heras, donde una vez más – acordaron sus compañeros de armas-hizo gala de entereza cristiana. Fue en esos momentos en que escribió cinco cartas, una de las cuales tenía como destinatario a “La Bestia” Aramburu, como lo conocían todos sus compañeros de armas.
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A las 21.15 del 12 de junio de 1956, Susana Valle, hija del general ingresó al patio gris de la prisión casi sólo iluminado por las estrellas. No pasaron muchos minutos para que trajeran a su padre, rodeado de marinos que le apuntaban con sus ametralladoras. La orden era concluyente: la entrevista –según le dijeron- no debía durar más de veinte minutos.
Fallecida a los 70 años, en septiembre de 2006, Susana Valle fue la última en ver a su padre con vida, antes de que se lo llevaran al paredón para fusilarlo. Había nacido de Dora Cristina Prieto, en Avellaneda, en 1936 y la familia Prieto no era precisamente pobre.
Por el contrario tenía un excelente nivel económico y estaba emparentada con el poder económico-político de la Capital. Creció a la sombra del la década infame “llamando tío a un caudillo conservador como Barceló”, quien tenía a su cargo los trabajos empapados de violencia que le encomendaba el presiente Agustín P Justo“.
Antes de morir Valle habló largamente con su hija. Él sentado en una silla y ella sobre sus rodillas. En el cuarto de al lado, un militar tenía preparados dos chalecos de fuerza por si debía actuar ante un choque emocional.
Concluido el encuentro Valle se sacó un anillo y se lo entregó a su hija, junto a unas cartas. La besó tiernamente en la mejilla durante infinitos segundos. Luego admitió recibir los santos sacramentos, para finalmente despedirse de la pequeña Susana. Seguramente ella aprendió esas cartas de memoria de tanto volver a leerlas y lo que también es factible, es su conversión, con la última bala introduciéndose en el cuerpo de su padre, a la causa peronista, en tal medida que cayo presa por ella.
Susanita -como la llamaba tiernamente su padre mientras le mecía sus cabellos cada vez que la notaba intranquila-, llegó a formar parte de los comandos de la Resistencia Peronista, actuando como correo de Perón cuando el exiliado líder, a través de ella, enviaba instrucciones y más adelante en el tiempo, en la década del 60, la joven tuvo ingerencia directa en la formación de la guerrilla, tanto de las Fuerzas Armadas Peronistas como de Montoneros, desde un rol exclusivamente político.
Oculta en 1976 de la dictadura hasta 1978, en Córdoba, rompió su voluntario ostracismo. El general Menéndez la detuvo y controló en una prisión. Sufrió la picana eléctrica estando embarazada, provocándole esta circunstancia un parto prematuro de mellizos, uno de los cuales nació muerto y fue colocado por el torturador sobre su pecho. Al niño restante, vivo, se lo puso fuera de su alcance, pero a su vista. Susanita pagó una vez más ser a hija del general Valle, viéndolo morir entre llantos, desesperada, sin poder hacer nada por él.
“Hoy los mellizos descansan en una bóveda del cementerio de Olivos, junto a su abuelo general de la Nación”.[2]
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Valle, antes de morir, Incluso hasta consoló a monseñor Devoto, obispo de Goya, quien no había podido soportar la situación y había comenzado a lagrimear mientras tomaba entre sus manos las del militar, a las que según su propio testimonio “no sintió ni frías ni calientes”
Los guardias, no menos angustiados e impotentes, se vieron obligados a tomar por su brazos a Valle para trasladarlo al paredón donde los presos, habitualmente jugaban pelota a paleta con una mugrosa pelota.
Allí, de cara a sus asesinos, el general los perdonó y le acotó con firmeza que rogaba a Dios para que su sangre sirviera para unir a los argentinos. Estaba por concluir, en pocos días más un lapso de historia, tan breve como un segundo, pero de una intensidad casi infinita.
A las 23 fusilaron a Valle y a la tarde siguiente, Alberto Abaddie, el militante peronista detenido cuando huía con el coronel Cogorno, cayó abatido frente a otro pelotón de fusilamiento, en el campo de adiestramiento de la Sección Perros de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
No hubo orden escrita del fusilamiento de Valle, ni registro de los responsables. El ingreso del general asesinado a la penitenciaría y su fusilamiento el 12 de junio de 1956 aparece intercalado en registros del año siguiente para legalizar la muerte del militar nacionalista. Valle figuraría en los libros del penal como el preso político 4498, asentado bajo el registro de Amílcar Darío Viola, ingresado el 26/4/57. Para ese entonces –vale recalcarlo- el general había sido fusilado 10 meses atrás.
La prensa de Rosario, respecto de la ejecución de Valle sólo informó escuetamente el 13 de junio del 56: “Fue ejecutado el ex general Juan José Valle, cabecilla del movimiento terrorista capturado”.
Resultó incomprensible el ocultamiento de la detención del jefe de un movimiento revolucionario que los medios de comunicación habían pregonado y fogoneado. La respuesta, oculta en ese tiempo, es simple: La muerte de Valle no revistió todas las características de un fusilamiento, sino de un asesinato sin atenuantes, ya que desde el día anterior, -12 de junio-, el gobierno había comunicado el cese de las ejecuciones.
Sin embargo, “La Bestia” Aramburu había decidido aplicar “el poder de desgracia” y un número importante de oficiales, suboficiales y soldados, a los que los tribunales militares sólo habían aplicado penas de cárcel, fueron pasados por las armas sin más trámites. El capitán Eloy Luis Caro, -a modo de ejemplo-juzgado y condenado el 10 de junio a dos años de cárcel, fue ejecutado a las 4 de la madrugada del día 11.
En la noche del 9 al 10 ya había sido asesinado por sus camaradas en un frontón de fusilamiento, un conscripto detenido en una comisaría de Lanús por hallarse prófugo desde hacía días. El pobre soldado ni tenía idea de lo que había estado ocurriendo. La muerte lo embistió porque sí.
Enloquecido de espanto, de frente a los fusiles que lo apuntaban, gritaba que era desertor y pedía no ser ejecutado.
¿Desertor vos?. Vos sos un peronacho inmundo, le respondió un oficial de la Marina, encargado de las ejecuciones y lo empujó hacia el muro de las matanzas.
1.- Marconi Ricardo, Conspiración comunicacional de gobiernos de facto. El miedo como construcción mediática. Colección académica. UNR Editora. Diciembre de 2007.
[2] Íbidem.