Identificaron a un excombatiente de la Guerra de las Malvinas
Ya son 92 los soldados identificados en el marco del Plan Humanitario. La historia del maestro de Laferrere que eligió ir a defender la Patria, la conmovedora carta a sus alumnos, y las lagrimas de la hija que nunca conoció
Julio Rubén Cao era maestro. Amaba ir todas las mañanas hasta la Escuela N°32 de Gregorio de Laferrere y saludar a sus alumnos de 3° D.
Cada día, antes de partir, le hablaba a la panza de su mujer Clara Barrios: él creía que iba a tener un varón y murmuraba con una sonrisa «Hola Torito te estamos esperando». Estaba feliz: iba a ser padre y soñaba con una familia numerosa.
Era pacifista y admiraba a Ghandi. Sus héroes eran San Martín y Belgrano. Lucía con orgullo su siempre almidonado guardapolvo blanco: desde que tenía memoria había querido ser maestro. La guerra lo encontró enseñando, y algo le golpeó el corazón: «No puedo quedarme acá, tengo que ir a defender la Patria», pensó.
Julio Rubén Cao tenía 21 años cuando le comunicó a su familia que había decidido ir de voluntario a las islas Malvinas. Partió el 12 de abril de 1982 hacia Puerto Argentino junto al Regimiento de Infantería Mecanizado N° 3 del Ejército.
Al despedirse le dijo a su madre Delmira: «Como maestro y como ser humano, con valores, no puedo dejar de ir. ¿Cómo me siento después detrás de un escritorio si ahora me escondo debajo de la cama?».
La dejó con lágrimas en los ojos. Delmira mantiene viva en su memoria una frase que le dijo antes de dejar su hogar en Ramos Mejía: «¿Ves ese pino que está ahí? lo planté yo. Ahora voy a tener una hijo y solo me falta escribir el libro. Lo voy a hacer cuando vuelva de Malvinas y voy a contar todo lo que viví».
Pero Julio no volvió. Cayó en la batalla de Monte Longdon el 10 de junio de 1982. Nunca pudo conocer a su hija: la niña nació el 28 de agosto, poco más de dos meses después de finalizada la guerra. La bautizaron Julia María en honor a su padre.
El equipo interdisciplinario integrado por profesionales del Centro Fernando Ulloa, del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), del Ministerio de Desarrollo Social y de la Escribanía General de Presidencia, se reunió esta tarde con Delmira, su madre, para notificarla sobre el hallazgo.
Con este caso, ya son 92 los soldados argentinos identificados en el Cementerio de Darwin: aún faltan identificar 30 héroes de Malvinas, tarea que continúa llevando adelante Claudio Avruj y la Secretaría, para poder dar respuesta a todas las familias de los caídos que durante 35 años yacieron bajo una placa que rezaba «Soldado argentino solo conocido por Dios».
Antes de caer, el soldado maestro Cao le escribió una carta a sus alumnos. Hoy la escuela lleva su nombre. Con letra prolija, cuidada, exacta, les mandó un mensaje de amor y patriotismo:
«A mis queridos alumnos de 3ro D:
No hemos tenido tiempo para despedirnos y eso me ha tenido preocupado muchas noches aquí en Malvinas, donde me encuentro cumpliendo mi labor de soldado: Defender la Bandera.
Espero que ustedes no se preocupen mucho por mi porque muy pronto vamos a estar juntos nuevamente y vamos a cerrar los ojos y nos vamos a subir a nuestro inmenso Cóndor y le vamos a decir que nos lleve a todos al país de los cuentos que como ustedes saben queda muy cerca de las Malvinas.
Y ahora como el maestro conoce muy bien las islas no nos vamos a perder.
Chicos, quiero que sepan que a las noches cuando me acuesto cierro los ojos y veo cada una de sus caritas riendo y jugando; cuando me duermo sueño que estoy con ustedes.
Quiero que se pongan muy contentos porque su maestro es un soldado que los quiere y los extraña. Ahora sólo le pido a Dios volver pronto con ustedes. Muchos cariños de su maestro que nunca se olvida de ustedes. Julio»
En medio de los bombardeos, Julio también le escribió a las autoridades de su escuela, relatando en primera persona las tremendas vivencias de la guerra. Estos son algunos de los párrafos más salientes de esa extensa misiva.
«Formo parte de la sección Atam. (sic) del Regimiento de Infantería mecanizada 3. Nuestra misión es dar apoyo de artillería a la primera línea de las compañías de Infantería de nuestro regimiento que se encuentran sobre las costas. Nosotros nos encontramos 100 o 150 metros a retaguardia, prácticamente en el frente».
«Estamos a unos 3 km del Puerto Rivero (Stanley), en la isla Soledad y vivimos en pozos de 1 m por 2 m (sic) aproximadamente (pozos de zorros) en parejas, de a dos soldados; la humedad de la tierra es nuestro mejor compañero. Comemos bien, pero la ansiedad hace que sintamos mayor apetito, no hay comida que alcance. Hace frío, frío, mucho viento y el clima en general es muy húmedo. Las noches son muy largas y se hacen más largas porque cumplimos 2 hs de guardia».
«Releyendo la carta me doy cuenta de que los estoy describiendo un panorama para nada alentador, pero la realidad es que no es nada que no pueda soportarse; principalmente porque la moral de la tropa es muy alta en general».
«Recibimos las informaciones de la radio local que no son otras que las que ‘la superioridad’ quiere que sepamos; sobre el ataque a las Georgias y demás, en general muy escasas»
«Ya hubo enfrentamientos acá en la isla Soledad que no sé si son de dominio público: el día 27 de abril a las 21.30hs, comenzamos a oír que la artillería que se encuentran a retaguardia tiraba sobre las costas; recibimos órdenes de alistarnos y de mantenernos atentos dentro de las posiciones. No teníamos otra información más que el hecho de que el fuego continuaba ininterrumpidamente. Nos encomendamos a Dios y esperamos. No sé si temblaba de frío o de miedo, pero temblaba».
«Hasta las 3 30 hs del día siguiente continuó el fuego y algunos tiroteos aislados que seguramente eran producto de algún miedoso (que constituyen un verdadero peligro) a las 4 hs aproximadamente recibimos noticias de que el peligro había pasado y podíamos dormir».
En 1991, Delmira y Julia -que solo tenía 9 años- viajaron por primera vez a las islas. En el cementerio de Darwin no encontraron el nombre de Julio. Recorrieron las 230 cruces blancas buscándolo, pero no estaba: el cuerpo de Julio no había sido identificado, al igual que los de otros 122 caídos.
«Me impactó muchísimo. Me generó muchos sentimientos de rencuentro con la figura mi papá, desde el lugar íntimo. Ese lugar paterno que yo a mi manera construí sin tenerlo», confesó Julia hace algunos años en una entrevista.
Para ella, quizás hoy es un día distinto. Su padre ya no es un Soldado solo conocido por Dios. Fueron años y años de dudas. Delmira durante mucho tiempo no quiso la identificación: tenía miedo, no conocía la verdad, los falsos rumores angustiaban su corazón de madre. Y eso lastimaba a toda la familia. Pero el trabajo, que comenzó Julio Aro -con el apoyo del coronel británico Geoffrey Cardozo, el músico Roger Waters y esta periodista– tuvo el final deseado: que cada héroe pueda recuperar el nombre que perdió el día que murió en Malvinas.
De alguna manera, quizás, Julia reencontró al padre que nunca conoció.
El árbol que plantó Julio en el patio de la casa de su madre ya mide diez metros. Floreció, robusto y firme. «Es un símbolo de lo que él fue y de lo que también trascendió después de muerto. Creció incluso cuando él ya no estaba», se emociona su hija. (Infobae)