Otra vez: Violento enfrentamiento entre manifestantes y policías alrededor del Congreso
Unos 300 manifestantes agredieron a la policía en la Plaza del Congreso. Después de dos horas, las fuerzas de seguridad respondieron. En el medio, quedaron jubilados, jóvenes y mujeres
Nada funcionó. Ni el apartamiento de las fuerzas federales de la custodia del Congreso, ni colocar las vallas de contención aún más lejos que durante la sesión y marcha del último jueves. Nada sirvió para que otra vez, como cuatro días atrás, la tarde en los alrededores del Palacio Legislativo se convirtiera en un infierno de piedras, balas de gomas, gases lacrimógenos, estampidas y detenciones. Lo que era una manifestación contra la reforma previsional que se votaba en ese mismo momento, se destiñó en batalla. El choque entre la Policía y un grupo de unos 300 «manifestantes» violentos se expandió como un virus que contaminó a la gran mayoría que ocupó el lugar: los del medio, los comunes, los nadie, los que habían ido a expresar la disconformidad a sus representantes con bronca pero en paz.
La marcha contra la reforma previsional amaneció tranquila y expectante y terminó descontrolada. Entrada la tarde, tras «resistir» la agresión unas dos horas, las fuerzas de seguridad avanzaron no contra los violentos que las atacaron sino sobre todo el mundo, sin distinción. Mujeres ahogadas, viejos en el suelo, vómitos, corridas, pisadas y llantos. Violencia en escala exponencial.
Decretado el paro, la movilización se hizo masiva y este lunes llegaron al Kilómetro Cero muchas más personas que las que habían estado el jueves pasado. Las plazas del Congreso y Mariano Moreno se colmaron pasado el mediodía. Vino gente de todos lados: conurbano y barrios porteños. Al principio había tensión, carga emocional, pero no violencia.
Sin embargo, media hora antes de que se confirmara el quórum para la sesión, cuando frente a las vallas, del lado de Rivadavia y de Yrigoyen, ya se habían instalado las banderas de algunos partidos y organizaciones, comenzaron los primeros piedrazos contra la policía. El termómetro social pegó en ese momento un subidón que no bajaría hasta la madrugada y desembocaría en cacerolazos.
Un pequeño grupo que estaba a la vanguardia de la marcha empezó a cascotear a la Policía de la Ciudad, apostada detrás de vallados azules. La Policía respondió a la defensiva hasta que, casualmente o no, debajo de la famosa cúpula porteña hubo quórum, y comenzó la discusión por la reforma. Cerca de las 14, los agentes activaron con balas de goma, los camiones hidrantes y los gases lacrimógenos. Pero se mantuvieron detrás de las vallas. Como mucho, salían, copaban el otro lado del enrejado para mantener a raya a los agresivos, y retrocedían.
Durante dos horas, unas 300 personas, militantes radicalizados, marginales o adoradores del disturbio, tiraron de todo contra la Policía. Además de piedras, lanzaron fuegos articifiales convertidos en proyectiles, palos, tachos de basura y hasta bicicletas. En ese tiempo, el combate, que se veía y se escuchaba, se mantuvo «aislado» de su contexto, donde como en casi todas las marchas por casi todos los temas, el centro de la cuestión era gritar, cantar y dialogar (hacer catarsis) entre las personas.
A 200 metros del combate de las piedras y las balas la situación era diferente. María Elena, de 83 años, médica desde los 26, que llegó desde Villa Urquiza en subte, sola, aplaudía mientras alrededor la gente gritaba consignas de otros tiempos como «Que se vayan todos, que no quede ni uno solo», o «Unidad de los trabajadores, y al que no le gusta, se jode». «Esto no se puede hacer. Se meten con la parte más indefensa de la sociedad. No sólo son jubilados, también son discapacitados y niños, a mí me entristece, por eso vine», explicó. A su lado, Antonela Acosta, una morocha de rulos de 63, agregó: «Y somos autoconvocadas, vinimos porque no queremos esto para el país».
Más adelante, un hombre pelado y de bigote blanco gritaba solo el «Que se vayan…». Tiene 76 años y trabajó, lo dijo con exactitud, «38 años, 10 meses y 15 días» como empleado de comercio. Como María Elena y Antonela, llegó a la plaza sin compañía.
-Vine a putear. Todos los gobiernos nos hacen lo mismo a los viejos,- explicó con un fastidio simpático, hasta ampliar con un gesto como de bolsa a la altura de las rodillas: «Tengo los huevos por el piso».
Después, el hombre se levantó la remera y mostró una cicatriz en el pecho y una protuberancia sobre su hombro, como si tuviera incrustada una pila de reloj gigante. «Tengo dos bypass y un marcapasos». Pero ante la consulta sobre si no tenía miedo de estar en la protesta, respondió enérgico. «¿Cómo no iba a venir? ¡No tengo nada que perder! ¿Me iba a quedar en mi casa? Soy jubilado y tengo un juicio contra el Estado. ¿Sabés quién lo va cobrar? Mi nieto».
En el medio de la plaza Mariano Moreno, parados sobre la fuente sin agua, Mario y Omar, dos amigos jubilados, miraban las escenas de piedrazos a lo lejos. Parecía otra película. Ellos se sacaban fotos entre las banderas, con la cúpula de fondo. Llegaron de Monte Chingolo, conurbano sur, uno de los barrios más pobres de Lanús. Vinieron en un auto. Sueltos. Omar vendía zapatos. Mario era carnicero, pero tuvo que cerrar el local. Ahora vende plantas en un carrito en las plazas del barrio. Los dos cobran 7.500 pesos. «Esto es como cuando, de servirte dos churrascos, pasan a darte medio. ¿Qué les pasa? Yo no soy muy inteligente, hice primaria, ¿pero a los más humildes se la tienen que sacar?», comentó Mario.
Unos minutos antes de las cuatro de la tarde, empezó a correr el rumor de que los diputados levantaban la sesión. «Está hablando Lilita!», se escuchó que alguien gritó. En la zona de Yrigoyen la gente empezó a aplaudir y a celebrar, convencida de que la sesión se había suspendido. «Mejor porque esto si no termina como con Kosteki y Santillán», comentó un hombre con la chomba del sindicato de trabajadores de la televisión. «Si este no es el pueblo, el pueblo donde está» y «Qué boludos, la reforma se la meten en el culo», empezó a cantar la multitud. Un trompetista con una remera de la Juventud Sindical comenzó a tocar el Himno y la gente lo cantó como en la cancha cuando juega la Selección.
Pero no hubo tiempo para que en esa zona la gente se enterara de que era una falsa alarma, que los diputados continuaban la sesión. Desde el cielo, como en una película, empezaron a llover gases lacrimógenos. Caían desde balcones de edificios que rodean las plazas. Los camiones hidrantes tomaron la plaza Moreno. Decenas de policías comenzaron a avanzar sobre los violentos y eso generó una avalancha a contrapié hacia Avenida de Mayo. Se escucharon tiros de las calles laterales, por ejemplo desde Virrey Cevallos, y enseguida apareció un frente de policías motorizados. La gente empezó a correr.
El campo de batalla ya no era la porción alfombrada de piedras a metros de las vallas. Decenas de miles de personas (o quizá más), desde la de 9 de Julio, por Avenida de Mayo y por Rivadavia, y hacia las calles laterales, entre Belgrano y Corrientes, columnas de militantes, de gremios y de personas sueltas; jubilados y jóvenes, autoconvocados, que ocupaban el 95% del espacio en paz, finalmente quedaron tomados por la violencia y el contraataque policial. Todos pasaron a ser lo mismo.
Los primeros minutos la gente retrocedió con tranquilidad, pero aquellos gases que llovían adelante empezaron a llover atrás. Una de las latas lacrimógenas aterrizó en la esquina de Avenida de Mayo y Sáenz Peña. Había mujeres, pibas, viejos, militantes que retrocedían con las banderas enrolladas. También estaba Infobae.
La zona se llenó de humo blanco y gritos desesperados. Lo que siguió fue una deformidad de la realidad. Una pesadilla. Las personas trataban de escapar pero a esa altura, donde nace Avenida de Mayo, se formó un cuello de botella. Al querer huir del gas, muchos perdieron sus calzados, un discapacitado en silla de ruedas cayó al suelo: le pisaron la silla, lo pisaron a él (afortunadamente no se lastimó).
La falta de oxígeno era tal, la contaminación tanta, que muchos apretaron sus caras contra la persiana de una farmacia y trataron de respirar el aire limpio que, se suponía, había quedado contenido en el local. Algunos apretaban su cara contra las paredes de los edificios, en un ataque desesperado por salir de la asfixia. Otros saltaban como locos, otros caían al suelo y eran pisados. Parecía una carrera de zombis.
El portero de un edificio casi en la esquina abrió la puerta y dejó entrar a unas 50 personas, que se protegieron adentro, a lo largo de la escalera. Una chica lloraba, decía que no veía. Otra gritaba por el nombre de su novio. Un obrero que había llegado con la columna de un gremio pidió prestado un teléfono y llamó a su esposa, le dijo que estaba bien, que apagara la tele. Lloraba. A todos nos ardía la cara, las axilas, todos transpirábamos como si súbitamente sufriéramos malaria o una fiebre demencial, de la nariz caía agua, la saliva se puso densa.
Fuera del edificio, la policía pasó, barrió de manifestantes y «liberó» Avenida de Mayo. Un rato más tarde el portero nos dijo que podíamos salir. El asfalto y la vereda estaba cubiertas de zapatillas, asientos de bicicletas, piedras, cartuchos de balas, palos y banderas. Pasaban grupos de policías de bordó con un hombre o una mujer detenidos. Grupos de motos recorrían la zona y disparaban al que corría. Todo eso pasaba a 500 metros de las vallas. Difícilmente fueran los que tiraron piedras y fuegos artificiales a los policías. Por ahí andaban los comunes, los nadies. (Infobae)