Los argentinos elegiremos animales políticos creadores de imperios
En las próximas semanas se vivirán a pleno campañas políticas en las que el objetivo final de los candidatos es lograr acceder a cargos de distinto nivel, presuntamente para beneficio de los distritos estratos sociales de nuestro país.
Y es por ello que consideramos oportuno referirnos sucintamente a la actividad política, de la que, en general, pensamos que es una ocupación específica, en la que intervienen los políticos y todas las personas “cuando se les solicitan sus votos o el pago de impuestos”.
Muchas veces se ha escuchado la analogía entre la sociedad humana y la de las hormigas[1]. La analogía deja de funcionar cuando advertimos que la sociedad humana es política, mientras que la de las hormigas no lo es.
Sucede que el orden social en un hormiguero es genéticamente invariable: las obreras serán siempre obreras y las reinas, los soldados y los zánganos nunca dejarán de ser lo que son. No habrá usurpación del poder por parte de las obreras ni existirá la redistribución del poder ni de cargos y menos la posibilidad de aporte extra alguno al fondo genético.
La política implica la modificación del futuro, a través de la educación y de la aplicación de recursos en la sociedad en un contexto evolutivo. Nos referimos a un mundo de ganadores y perdedores, a un mundo político de poseedores y desposeídos, en el que algunos pocos tienen éxito y otros murmuran y rezongan en la periferia, desapareciendo como resultante la inocencia.
A partir de allí la especie humana se enfrascó en cuestiones tales como quien se casará con quien y al vínculo relacionado entre la posición, la propiedad y la cópula generadora, conformándose un sistema social competitivo y jerarquizado de manera extrema.
Para competir políticamente, los políticos se ven obligados a cooperar con los que tienen su misma ideología y, paralelamente luchar entre sí y con los opositores para dominar. En definitiva, simultáneamente deben desenvolverse de manera compasiva y despiadada.
En definitiva, para ser breve en el contexto de la sentencia de Aristóteles, el hombre es, por naturaleza, un animal político y, asimismo, el único ser generador de imperios, de justicia y bienestar, sin olvidar que, -pese a todo lo apuntado-, sigue siendo un animal.
[1] Kettlewell, 1965; Richard, 1953.