La sublevación de Lonardi
Ya hacía cuatro años que el general Eduardo Lonardi había abandonado sus funciones (1951), en razón de haber participado en una conspiración antiperonista encabezada por el general Menéndez.
En los inicios del mes de septiembre del 55, poniéndole el cuerpo a los últimos fríos invernales se dirigió a la estación de Once apenas las estrellas hicieron su aparición en el firmamento para comprar su anónimo boleto de colectivo y aprestarse a soportar un viaje de 11 horas para transitar 960 kilómetros, con el preciso objetivo de alentar el levantamiento de unidades militares localizadas en la capital mediterránea.
En su gastada maleta, el esperanzado militar llevaba su uniforme recién planchado amorosamente por su esposa y su sable. Estaba tan convencido y decidido a triunfar en su proyecto que no puso dinero en su billetera para regresar a Buenos Aires.
En su fuero más íntimo tenía la íntima convicción de que bastaba con establecer una cabeza de playa en Córdoba y mantenerla por dos o tres días, para que luego se fueran volcando en su favor dos bases navales y las unidades esparcidas por todo el país.
La sublevación
El 16 de septiembre, en medio de un frío madrugador, un grupo de oficiales bajo su mando se sublevó en la Escuela de Artillería de Córdoba y las dependencias militares fueron tomadas sin que se efectuara un solo disparo.
Paralelamente, el contralmirante Rojas reunía sigilosamente algunas unidades de la Flota de Mar, las que decidió zarpar desde Puerto Belgrano con rumbo al Río de la Plata para arrojarse sobre Buenos Aires con el propósito de bombardearla.
A todo esto, el Ejército en casi todas sus unidades, apoyaba al oficialismo y la situación en la Aeronáutica era similar. Bastó la constitución de un baluarte en Córdoba y que se difundiera un mensaje para que el gobierno comenzara a derrumbarse.
Lonardi había impartido órdenes y la consigna consistía “en actuar con la máxima brutalidad”, mientras la Confederación General del Trabajo pedía calma.
“Todos los países reconocen a Lonardi Villa Manuelita no”
Al sur de Rosario, introducida como una cuña entre los barrios más pobres estaba Villa Manuelita, con su única calle principal y su empedrado grueso, dispuesto a soportar el paso de la línea 11de tranvías : Abanderado Grandoli.
Allí se erigía el Frigorífico Swift, la solitaria alternativa digna de trabajo que tenían los sufridos habitantes de la zona, quienes ese 16 de septiembre del 55 tiritaban por el frío que les escocía la piel.
Las mujeres, con los primeros rayos del sol que se asomaban en el horizonte, comenzaban, como todos los días, a fregar las míseras ropas de trabajo de sus maridos y compañeros en los piletones que había construido Obras Sanitarias en la bajada del tanque de agua que abastecía las casillas.
Sus manos, anestesiadas por la helada mezcla de agua, sangre seca de animales muertos y jabón, eran restregadas en sus polleras para que se calentaran.
Enteradas del pronunciamiento militar ocurrido en Córdoba, comenzaron a preocuparse por lo que ocurriría en el frigorífico, su única fuente de vida.
Fueron las mujeres, quienes con sus camisolas abiertas y sus pechos enhiestos, ofreciéndolos a un enemigo aún invisible, las que comenzaron a gritar ¡vengan, tiren! La vorágine se había desatado.
Justo a sus hombres e hijos comenzaron a bloquear las vías del tranvía con enormes piedras, mientras comenzaban a hacerse escuchar en diferentes idiomas y dialectos, exclamando a voz de cuello bajo una sola premisa: ¡Villa Manuelita no se rinde!
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Como era previsible, la represión militar no se hizo esperar. Por Abanderado Grandoli avanzaba una formación de soldados en sus cabalgaduras. Tenían la consigna de tomar el sector donde estaba emplazado el tanque de agua.
Del interior de una mugrosa casilla se llevaron los resistentes una pila de delantales, unidos por alfileres hasta conformar una bandera de varios metros.
Allí se escribió con brea una más que significativa frase: “Todos los países reconocen a Lonardi. Villa Manuelita no”.
Los operarios del frigorífico, junto a habitantes de la zona aportaron hachas y comenzaron a talar eucaliptos, pensando en que, después de resistir a la caballería, tendrían que hacer lo propio con las tanquetas… Villa Manuelita estaba en pie como para resistir una guerra barrial.
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La orden militar no se hizo esperar ante el cariz bélico y frontal que tomaba la imprevisible situación.
De la columna de jinetes tres soldados se apearon de sus caballos y se acercaron con miedo al sector donde estaba emplazado el tanque de agua. Venían a cumplir la orden de quitar la bandera rebelde que desafiaba al poder militar. Advertidas de la maniobra sigilosa, las mujeres, con sus hijos alzados, les gritaban ofreciéndoselos a sus enemigos: ¡Adelante, mátenlos asesinos!
Los tres soldados se aproximaron al tanque, primero lentamente, luego aceleradamente, posteriormente corriendo… y finalmente llorando.
Rosario acabó siendo tomada por todo el pueblo, aunque sólo tenía para defenderse su ira, su indignación y los gritos que desgarraban sus gargantas, mientras caminaban con sus brazos en alto… y sus puños cerrados.
Había barricadas por doquier y la huelga paralizó la capital del peronismo durante varios días. Los obreros, salidos de sus trabajos cayeron como una cascada en la delegación local de la CGT y, a medida que las columnas avanzaban, se nutrían de banderas argentinas.
Desde los helicópteros, los militares comenzaron a arrojar bombas lacrimógenas y las ambulancias rebalsaban de heridos.
Los “Comandos Civiles” disparaban desde las terrazas como si fueran francotiradores profesionales. En tanto, por Avenida Alberdi y Junín se lanzaban los grupos de apoyo al golpe.
A todo esto, en la intersección de Ovidio Lagos y Córdoba se inició una lucha campal, que terminó con dispersados a ladrillazos y a golpes de puño. Los Comandos hirieron a dos hombres: San Miguel y Vieytes, el primero con una herida de bala en la cabeza y el restante con un impacto en el abdomen.
Llegué a conocer a San Miguel, con quien mantuvimos largas charlas en las que él rememoraba episodios en los que había participado como militante peronista. Finalmente se jubiló como empleado provincial.
El 20 de septiembre, cuando el amor de las masas por sus líderes se había enfriado, el generalato aceptó la renuncia del general Juan D. Perón y en la madrugada del 21, éste se refugió en una cañonera paraguaya, sobre la que se planificó un proyecto destinado a invadirla, mientras otros golpistas planeaban su hundimiento.
El ya ex presidente fue ayudado por el canciller Mario Amadeo para que se respetara el derecho de asilo en todo su alcance. Perón le escribió a su amiga Nelly Rivas: “Lo mejor por hacer es esconderte y permanecer en calma hasta que todo pase. Y pasará. Habrá tiempo para todo”.
Había concluido una etapa del peronismo, cansado del poder y sin una fuerza espiritual que lo sostuviera.
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Mientras el 23 de septiembre del 55 Lonardi entraba triunfante en Buenos Aires, vitoreado por sus seguidores, Villa Manuelita seguía llevando adelante su resistencia.
Los soldados intentaron tres veces arriar la bandera que desconocía el golpe, pero finalmente ocurrió lo previsto entre los componentes de la Resistencia: llegaron más tanquetas junto a oleadas represivas, ayudadas por caballos y hasta por los aviones, desde donde se bombardeó con gases lacrimógenos, los que explotaban en los techos de chapas derruidas de la villa.
En Rosario, la desperonización que se intentó llevar adelante por el gobierno de facto no tuvo éxito. Así, una seccional local de la Asociación de Trabajadores del Estado –ATE- y el local de la C.G.T. comenzaron a funcionar secretamente como reductos destinados a resistir al gobierno militar, conformándose el grupo “Unidad y Acción” y una Mesa de Agrupaciones Gremiales, desde donde se fogoneó un acercamiento con la gente de los barrios, dispuesta a combatir en la clandestinidad o mediante organizaciones de superficie.
De esta manera, en 1956 se forma el Comando Sindical Peronista, con el objetivo de reconquistar los gremios intervenidos.
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Dos periodistas estadounidenses, corresponsales de Time y Life, sostuvieron desde su corresponsalía que el golpe de la Marina fue en realidad un desembarco británico y que el gobierno inglés proporcionó a la cúpula golpista las espoletas y el petróleo.
En uno de los artículos publicados se señalaba: “La Marina fue artillada en alta mar por los ingleses, según lo afirma un radioaficionado de Puerto Madryn, quien grabó las órdenes militares y las conversaciones en clave”.
La frustración de un proyecto
Desde liberales puros hasta católicos nacionalistas estuvo compuesto el abanico heterogéneo que formó parte del gobierno provisional del general Lonardi, al jurar éste.
El militar, sin carisma suficiente, experiencia política y relaciones civiles, expuso con claridad meridiana a sus íntimos su provisorio plan: Un mandato en el poder de alcance corto y vuelo gallináceo, sin vencedores ni vencidos y con el objetivo de encontrar soluciones que no produjeran heridas al peronismo. Sus críticos lo calificaron de imposible cumplimiento.
El programa que nos ocupa era considerado inviable para sus colegas de armas, quienes pensaban que respetar situaciones generadas por el gobierno que había caído implicaba una combinación entre la revolución triunfante y los enclaves donde se atrincheraría el peronismo, esto es la Corte, los Tribunales Federales, los medios de comunicación y los sectores de las fuerzas armadas que habían defendido el gobierno abatido, junto a los sindicatos.
Empezaron los reclamos internos de las Fuerzas Armadas. Los militares, retirados, dados de baja y encarcelados exigieron su reincorporación y los dueños del diario La Prensa pidieron la restitución de su propiedad.
Los cesanteados de la administración pública solicitaron regresar y los antiperonistas duros presionaron para que el partido del general derrotado se interviniera, debiendo según su visión totalitaria alcanzar la medida a la Confederación General del Trabajo y a los sindicatos. Lonardi resistió sin contar con los necesarios apoyos políticos y cometió equivocaciones al nombrar colaboradores cercanos al fascismo.
El 16 de noviembre del 55 la Armada ocupó el edificio de calle Azopardo, en respuesta a un paro del sindicalismo peronista. Ese mismo mes renunció el ministro de Guerra y Lonardi, casi indefenso, fue apremiado para que compartiera el poder con el generalato.
Obviamente se negó y ya sin la mínima sustentación, fue derrocado en un golpe palaciego inevitable.
Enfermo de gravedad, desde el mismo momento de la asunción de su cargo, a los pocos meses falleció al no poder vencer el creciente deterioro de su salud.
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Luego “La Bestia” Aramburu condujo, sin ambigüedades, la conspiración militar desde las sombras para derrocar a Perón y declinó la jefatura del poder al considerar que no contaba con las fuerzas necesarias.
Ocupó el cargo del jefe del Estado mayor del Ejército y, desde allí, se abalanzó, tras la caída de Lonardi, a la primera magistratura, con el apoyo de sectores militares revanchistas y de civiles de ideología ultraliberal.
El tiempo transcurría vertiginoso. Corría noviembre de 1955 y el general Juan Domingo Perón había iniciado su exilio, el que se prolongaría por 17 años. El cadáver embalsamado de Evita ya había sido secuestrado de la CGT, la Constitución de 1949 había sido anulada –daba rango constitucional a los derechos económicos- y había miles de presos políticos.
Muchos militares peronistas fueron encerrados en el vapor-prisión Washington, anclado a varios kilómetros aguas adentro del puerto de Buenos Aires, entre ellos los militares estaban Valle y Tanco, a quienes el destino y su accionar les demandarían ser protagonistas de una sangrienta historia en Rosario sobre la que avanzaremos minuciosamente en su momento.