La Argentina caníbal que venera la muerte: A 62 años del bombardeo a Plaza de Mayo
Miles de trabajadores agotados y sudorosos se movilizaron y respondieron al llamado desde la CGT, a través del secretario general adjunto Di Pietro, quien alentó a los obreros a concentrarse en Independencia y Azopardo.
Enardecidos, comenzaron a hostigar a los infantes con pistolas, escopetas y revólveres y una mujer, arropada con una bandera nacional fue abatida sin miramientos con una ráfaga de ametralladora.
La muerte de la trabajadora fue el disparador entre hombres y mujeres, quienes como enloquecidos, tomaron la decisión de vaciar las armerías, mientras seguían cayendo bombas, algunas de las cuales no estallaron.
El entierro colectivo, que comenzó a rondar por las mentes afiebradas de algunos militares fue desalentado tras el bombardeo, en el que, junto a las víctimas ya enumeradas, murieron destrozados varios escolares. Los militares, matando, no se privaron de nada.
En Rosario, a las 16 del día del bombardeo, continuaban ametrallando y arrojando bombas a los trabajadores, mientras la llovizna mojaba los cuerpos inflamados de ira de los habitantes que resistían sin posibilidades.
El Arzobispado rosarino, atemorizado, pidió custodia y el pueblo de la ciudad inundó las calles como una marea incontenible. Los gráficos y periodistas iniciaron un paro, en homenaje a los caídos. La revuelta había fracasado.
En su “Dossier secreto” el periodista Martín E. Andersen, apuntó que “El abogado católico archiconservador Mariano Grondona, en la capital del país, fue uno de los comandos civiles antiperonistas preparados para lanzarse a la acción durante el bombardeo de la Plaza de Mayo”.
A todo esto, el teniente coronel Rosas –influido por el general norteamericano Maxwell Taylor- presurosamente regresó al país, acompañado por dos tenientes franceses, especializados en dar clases de contrainsurgencia. Serían sus alumnos, dos décadas después, quienes aplicarían sus conocimientos en la “Guerra Sucia”.
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Cuando a las 17, el intento de magnicidio y golpe de Estado fue abortado por fuerzas leales, principalmente del Ejército, un puñado de pilotos aviones de carga se fugaron al Uruguay para escapar de la Justicia.
En uno de los DC-3 habría viajado uno de los jefes del Comando Revolucionario (golpista) Miguel Ángel Zabala Ortiz, un civil radical, diputado nacional, que entre 1963-1966 sería canciller de Arturo Illía, aquél atildado hombre de conducta política supuestamente irreprochable. Zabala Ortiz sería, además, secretario de Raúl Alfonsín.
La Unión Cívica Radical se expediría rápido sobre los sucesos del trágico día y el 29 de junio declararía que la culpa del bombardeo a la Plaza de Mayo y las muertes acontecidas fueron del propio gobierno de Perón, según reza la carta titulada “El Régimen imperante es el responsable”, con la firma de Arturo Frondizi.
Tiempo antes que se produjera el bombardeo, la gente decía: “En este país no se puede ya vivir” o “si esto sigue así, me voy a EE.UU.”. Seguro que el lector más de una vez, en estas últimas décadas escuchó esas frases y no pudo impedir, en numerosos casos, que sus hijos se subieran a los aviones en Ezeiza para conseguir trabajos en Europa.
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De los “Comando Civiles” que venían accionando contra la democracia, participó otro atildado dirigente radical que en 1953 habría fabricado las bombas que se pusieron durante una concentración en la Plaza de Mayo: Roque Roberto Carranza, ingeniero que en el gobierno de Alfonsín fue ministro de Obras y Servicios Públicos y luego de Defensa. Murió en 1986 y el radicalismo tributó sus servicios poniéndole su nombre a una estación del subterráneo porteño.
A las 17.30, las fuerzas insurgentes se habían rendido mientras el teniente primero de la Fuerza Aérea Carlos Enrique Carus, arrojaba más bombas y ametrallaba civiles.
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El 18 de agosto de 1955 el gobierno nacional anunció una importante reorganización de las fuerzas de inteligencia y el general Félix Robles asumió en la Dirección Nacional de Seguridad, mientras que Osinde quedó como titular de la Coordinación de Informaciones del Ejército.
Días más tarde -el 28 de agosto- se procedió a desbaratar el accionar de un grupo que planeaba atentados en el momento en que transportaban armamento de un sitio al otro. Los detenidos fueron derivados a la seccional 17ma, de Capital Federal, donde habrían sido torturados.
La visión porteña de los acontecimientos que desembocaron en la Revolución del 56, dejó de lado –en casi todos los casos- la rica generación de procesos históricos que se sucedieron en la ciudad de Rosario y en su zona de influencia, así como de sus protagonistas locales fundamentales.[2]
Los generales Juan José Valle y Raúl Tanco, sus seguidores rosarinos como el general Lugand[3] y su enemigos, produjeron episodios de envergadura histórica, los que fueron ocultados por los historiadores de manera parcial.
En la lucha por todos los medios que se venía y que intentaremos relatar lo más puntillosamente posible, pretendemos poner en superficie hechos que se pretendieron ocultar y modificar, tanto por parte del peronismo, como de los militares golpistas, con lo que sólo lograron agregar eslabones a la cadena de violencia que los argentinos venimos soportando.
No se busca en esta indagación condenar ni enaltecer a los protagonistas. Sólo se pretende ganarle espacio a la desmemoria de los rosarinos y, además, deconstruir mitos sobre sucesos ocurridos en Rosario.
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En uno de los días del aciago noviembre de 1954, Perón sintió que la gota de sudor brotó de su sien derecha y comenzó a descender por su rostro rápidamente. La respuesta fue instintiva. Introdujo disimuladamente la mano derecha en su bolsillo y tomando el pañuelo se secó antes de que el cuello de su camisa se empapara con su transpiración salina.
Utilizando un discurso ramplón, de frente a gobernadores de provincias, dirigentes de su partido, del sindicalismo y de agrupaciones políticas femeninas, denunció a un sector de la Curia argentina como “el foco de poder más importante”, contra el cual, posteriormente, tuvo que luchar. Perón descolocó a su auditorio, acusando a curas y obispos de “contreras y molestos”.
Los destinatarios finales del embate reaccionaron con prudencia y mostraron su voluntad de acortar distancias, sin romper las tensas relaciones. Pero, a pesar de ello, el presidente no pudo resistir la presión de su entorno. Nos referimos a los que conformaban la segunda y tercera línea de funcionarios salpicados por un tinte político de izquierda.
Los diarios, que se hallaban trabajando para el aparato de propaganda peronista, comenzaron a profundizar su violento tono anticlerical, dando lugar a secciones como la de Jorge Abelardo Ramos, quien desde su columna “El obispero revuelto”, en tono chismoso, martillaba sobre la opinión pública acerca de las conductas reprochables de curas y obispos.
Sobre el tema hay mucha tinta derramada en casi infinitos libros de autores de prestigio. Sólo acotaremos que la Iglesia, institucionalmente, reaccionó y el día de la Virgen generó una procesión impresionante que no fue otra cosa que una manifestación de beatas y circunspectos caballeros con sus familias en torno a una imagen. La feligresía, hasta ese momento disgregada, comenzaba a ser utilizada como baluarte opositor.
Luego llegó –aprovechando el peronismo la fuerza que tenía en el Congreso- la aprobación de la ley que derogaría la enseñanza religiosa obligatoria y autorizó la apertura de prostíbulos, a la vez que otra ley permitía el retiro de subsidios a los institutos de enseñanza privada. La cereza de la torta la constituyó la aprobación de la ley que estableció el divorcio.
El enfrentamiento ya no tenía retroceso
Perón, casi fuera de sí, fastidió al clero en el Congreso cada vez que se le presentaba la oportunidad, a pesar de algunos de sus legisladores peronistas de raigambre católica, que en algunos contados casos renunciaron. Otros, apretaron sus puños y mordieron sus labios para evitar expresar sus sentimientos religiosos y obedecieron con dolor las órdenes que se les daban de “arriba”.
Como acostumbra volcar en sus cuentos el escritor Ray Bradbury, “el estío apaciguó los ánimos”, al menos hasta el 15 de abril del 55, día en que prendieron fuego a la Casa del Pueblo, de origen socialista y luego ocurrió lo propio con la Casa Radical, los locales del Comité Bonaerense de la Unión Cívica Radical y del Comité Nacional del Partido Demócrata, así como del Jockey Club de Buenos Aires.
Llegó junio y la promulgación de las leyes colisionó frontalmente con la procesión de Corpus Christi, que fue tomada como una expresión opositora al peronismo. Desde la Plaza de Mayo hasta la del Congreso desfilaron aproximadamente 100.000 católicos con la bandera vaticana.
Numerosos sacerdotes y seminaristas, desde las 17, se reunieron frente a la Catedral e improvisaron una manifestación que comenzó a recorrer la Avenida de Mayo para desembocar a la altura del Congreso Nacional, produciendo todo tipo de desmanes, los que tuvieron como primeros objetivos los diarios La Prensa, La Época y El laborista. Pero allí no quedó la agresión.
La segunda oleada
Fue esta la que se encargó de atacar los grandes almacenes justicialistas y el Banco Nación. Los monumentos de Julio A. Roca y Domingo Faustino Sarmiento terminaron bañados en alquitrán, mientras una la seguidilla de ataques tuvo como destinatarios la Dirección General Impositiva, el Ministerio de Asistencia Social y Salud Pública, la Lotería de Beneficencia y Casinos , la Feria Modelo de Solís y Victoria y yacimientos Petrolíferos Fiscales.
De la monumental agresión no se salvaron las embajadas y a los sacerdotes les robaron todo lo que pudieron. Una lluvia de balas fue descargada contra la proveeduría de México y Yugoslavia donde, además, un artefacto explosivo no llegó a detonar.
A medida que avanzaba la horda inexorable, los comercios con celeridad bajaron las persianas, mientras que las explosiones hacían volar vidrios, los que también eran destruidos por piedras, quedando una estela de destrucción.
El coche del embajador de Perú sufrió las consecuencias de una violencia incontenible y furibunda y el chofer, sobrepasado por la impotencia personal, nada pudo hacer frente a una turba que se retiró del lugar para destruir negocios, mientras la policía se limitó a mantenerse a la expectativa sin mover un dedo.
Religiosas y sacerdotes se juntaron con civiles para izar una bandera pontificia en el edificio del Congreso Nacional, así como una argentina, que luego arriaron para quemarla.Ese no fue el final, ya que luego, fuera de sí, se tomaron el trabajo de arrancar dos placas para pintar la leyenda “Zoológico Argentino” y una flecha señalando el ingreso al Congreso.
El Palacio de Tribunales, el Ministerio de Comercio, de San Martín y Florida; el Ministerio de Finanzas, anexo al Banco Nación, de Reconquista y Mitre; la Dirección de Navegación, de Diagonal y Florida; la Dirección de Obras Municipales y las embajadas de Israel y Guatemala, también sufrieron el embate de los agresores, quienes arrojaron cientos de bombas de estruendo.
Las horas transcurrían y los funcionarios del Ministerio del Interior, atónitos, sólo respondieron con un informe oficial en el que argumentaron que la procesión católica era ilegal, a la vez que calificaron a los componentes de “sumamente belicosos” y de formar parte de “bandas perturbadoras del orden, la tranquilidad y la seguridad”.
Un nuevo error generó una situación de impensada gravedad. Perón, quien jugaba de conciliador, aunque acordaba con medidas que molestaban a la Curia, atribuyó a los manifestantes el incendio de la antes aludida bandera, el día 11.
La enseña nacional, en realidad, había sido prendida fuego en una comisaría y ello fue un elemento que contribuyó a que un grupo de efectivos de la aeronáutica a apresurar el golpe de Estado que ya venía gestándose de manera minuciosa.
Aunque no es el tema de esta columna, no puede dejar de mencionar el autor, que Juan Domingo Perón, a esta altura de los acontecimientos reiteró su “modus operandi” del 53: luego de tomar medidas de rigor extremo con la oposición, promovió una amnistía lanzando una ofensiva de paz, contra quienes, con sus bombas, habían intentado asesinar al presidente sin importar que murieran cientos de argentinos inocentes.
En ese proceso de pacificación contempló el ofrecimiento, para los opositores, de expresar sus ideas en emisoras radiales y Arturo Frondizi aprovechó el ofrecimiento el 31 de julio de 1955.
Haciendo una nueva jugada, decidió bajar sorpresivamente la cortina sobre la ofensiva conciliatoria y frente a una multitud, convocada en Plaza de Mayo, lanzó un discurso desordenado, concretando de esta manera el tercero de sus inexplicables errores.
Ese mediodía, su ministro del Interior –Albrieu- lo había visto sereno, tranquilo, ensimismado, pero tras el almuerzo se hallaba desencajado, listo para descerrajar una arenga en la que amenazó de muerte a todos sus enemigos, al prometer que caerían cinco opositores por cada peronista.
Las palabras cruciales de Perón tuvo la consiguiente reacción en un grupo mínimo de conspiradores existente en las fuerzas armadas, luego de una purga. Tomó ese grupete la frase como una alternativa de hierro: esperar la muerte de Perón o derribar el sistema.
Ya hacía cuatro años que el general Eduardo Lonardi había abandonado sus funciones –1951-, en razón de haber participado en una conspiración antiperonista encabezada por el general Menéndez.
En los inicios del mes de septiembre del 55, poniéndole el cuerpo a los últimos fríos invernales se dirigió a la estación de Once apenas las estrellas hicieron su aparición en el firmamento, compró su anónimo boleto para un colectivo y se aprestó a soportar un viaje por rutas argentinas de 11 horas para transitar 960 kilómetros, con el preciso objetivo de alentar el levantamiento de unidades militares de la capital mediterránea.
En su maleta el esperanzado militar llevaba su uniforme planchado amorosamente por su esposa y su sable. Estaba tan decidido a triunfar en su proyecto que no llevaba dinero para regresar a Buenos Aires. Tenía la íntima convicción de que bastaba con establecer una cabeza de playa en Córdoba y mantenerla por dos o tres días, para que luego se fueran volcando en su favor dos bases navales y las unidades esparcidas por todo el país.
Pero esta última es el inicio de lo que podría denominarse “una historia complementaria” que podría ser calificada de “daño colateral” y la misma se merece otra columna específica.
[1] El 11 de febrero de 2017, bajo el título “El KESS, oscuro y tenebroso”, en nuestra columna de Introspecciones de Cuna de la Noticia, se da cuenta de una meticulosa crónica de episodios que derivaron en los hechos que se relatan seguidamente, en los cuales la sangre y muerte de los argentinos fueron los protagonistas esenciales.
[2] A cuenta del Infierno. Seminario de Investigación periodística del autor. Universidad de Concepción del Uruguay. 2003.
[3] Lugand nació en la provincia de Córdoba, el 29 de enero de 1906, perteneció a la 53ra. Promoción militar. Ingresó al Ejército el 11 de agosto de 1924 al arma de Infantería y egresó el 22 de diciembre de 1927 con el título de oficial del Estado Mayor y con el grado G.D. (policía militar). Se retiró, dado de baja, el 4 de noviembre de 1955, falleciendo el 17 de agosto de 1963.