Los balbuceos de la tenebrosa «Operación Cóndor»

El rompecabezas de la muerte en Rosario (XXXII)

En el pináculo de los calores del verano rosarino, en pleno enero de 1932, hubo una reunión secreta de funcionarios dedicados a la coordinación de la seguridad en el Cono Sur, atentos para detectar lo que ellos consideraban “la vigilancia y penetración de las fuerzas subversivas que habían llegado a un temprano cenit”.

Ello sería un preanuncio de la denominada “Operación Cóndor”, que sembraría de terror y muerte a varios países cuatro décadas más tarde.

“Para muestra basta un botón”, según el proverbio por todos conocidos. En función del mismo, podemos ir adelantando que las autoridades policiales uruguayas, en los inicios de la década del 30, tenían bajo precisa vigilancia a los extranjeros que eran considerados sospechosos y se encargaba de enviar informes de inteligencia a la Prefectura Naval Argentina, la que también se nutría de la información confidencial que le suministraban sus pares de Brasil.

Operaciones de inteligencia

Pasaron sólo dos años (1934), y continuaron las operaciones de inteligencia en ese lapso. Al igual que en la época de la sangrienta dictadura iniciada en 1976, los militares dirigían desde pulcros y sombríos despachos los operativos que se efectivizaban mediante la mano de obra policial, aunque en dicho año de la década del 30, la agresión estaba dirigida hacia los gobernadores que favorecían a los intereses de los radicales calificados de rebeldes.
Así, agentes de la División Investigaciones, a las órdenes de un teniente coronel uriburista – Emilio Facciones- quién cumplía funciones en el Regimiento 11 de Infantería de Rosario, espiaron a militantes radicales, así como a miembros de la policía local, la que fue acusada por el militar mencionado de “fomentar actividades comunistas”.

Martínez Bayo, picaneador viejo

El comisario José Martínez Bayo, jefe de Seguridad Personal, de la policía de Rosario, un conocido torturador -a quien algunos atribuyen la creación de la picana eléctrica-, que seguía el caso Ayerza, no pudo evitar el enfrentamiento de las policías de Rosario y Buenos Aires, debido a que el esclarecimiento del crimen ocurrió en la última de las ciudades.
El grave episodio no tardó en ser esclarecido debido a dos razones de peso: la importancia de la víctima y el clima antimafia que existía en la ciudad.
Cuando el conocido gánster Juan Galiffi, -el Al Capone de Rosario en las décadas 1920 y 1930-, llegó desde Montevideo a la estación Rosario Norte, lo esperaban muchos rosarinos para verlo detenido en la calurosa noche del 16 de marzo de 1933.[1]
Cabizbajo, esposado y agotado, caminaba escoltado por dos famosos policías de la época, el ya aludido José Martínez Bayo y Hugo Barraco Mármol.
Un año más tarde (1934), cayó preso Francesco Zappia (a) Faccia Bruta”, quien también se hacía llamar Bruno Antonelli. Murió, a los 29 años, en un hecho de sangre ocurrido en el penal donde estaba recluido.[2]
El diario Crítica, en uno de sus editoriales hizo referencia a que “Rosario, centro de actividades de la mafia y de los más audaces núcleos de tenebrosos, ha sido llamada siempre la Chicago Argentina. Hoy mejor que nunca puede así denominársela(…) es una gran vergüenza para la policía de esa provincia, así como un gran dolor para nosotros. La policía de Rosario sabe, como lo sabe allí todo el mundo, que esa ciudad es la capital de la mafia y de los tenebrosos(…)”

El asesino del gerente

El calor era sofocante, casi insoportable. El sol con toda su fuerza, antes de esconderse sobre el horizonte, castigaba desde el oeste sobre la principal arteria de la ciudad de Rosario, cuando el hombre, luego de mirar hacia su espalda, como para ver si lo estaban siguiendo, se ajustó el sombrero negro arratonado, planchó con su mano derecha su traje barato e ingresó con una valija de pequeño tamaño al refrescante pasillo del Palacio Minetti – Córdoba al 1400- para dirigirse resuelto hacia los ascensores. Ingresó a uno de ellos y le pidió al empleado uniformado que lo subiese al tercer piso.

Una vez en el pasillo del mismo buscó el ingreso a la empresa Ridder y Cía., y se presentó a uno de los empleados, a quien le dijo que se llamaba Domingo Bernardi, mientras le solicitaba ser presentado al gerente.

El administrativo, con educación y diligencia le informó que el gerente no se encontraba y le sugirió que lo esperara a que llegara. Bernardi, en silencio, asintió, giró sobre sus pasos y nerviosamente se dirigió a la planta baja a hacerle el aguante al directivo de la empresa, quien sí o sí debía pasar por donde él se hallaba.
A las 17.15, con la puntualidad que lo caracterizaba, Santiago Rodríguez, -el empresario-, llegó al Palacio caminando desde la esquina de Corrientes y Córdoba, donde había participado de una reunión en la Bolsa de Comercio.

Bernardi se presentó, tras tomar conocimiento de la entrevista y comenzó a dialogar con Rodríguez. El hombre de la valija le dijo que había sido empleado de la firma que Rodríguez gerenció hasta 1933, dónde había trabajado de recibidor de granos.

El gerente, a pesar de esforzarse con su memoria no logró reconocerlo y Bernardi, desocupado, le pidió trabajo, ya que –le dijo- estaba pasando miseria en un conventillo de la ciudad.

Mientras dialogaban, el desocupado y su interlocutor subieron hasta el tercer piso para continuar la charla en el rellano, donde Rodríguez negó la posibilidad de darle una función en la empresa por la recesión económica.

A partir de allí la conversación subió ininterrumpidamente de tono, hasta que el empresario se negó a entregarle a Bernardi una recomendación, tras lo cual dejó a este último y se introdujo en la oficina, cerrándole la puerta en la cara al solicitante de trabajo.

Bernardi, desesperado, miró su reloj. Eran las 17.30. Dejó su valija en el piso, sacó de su cintura un revólver e inició su breve camino a la oficina de la empresa, a la que ingresó y le apuntó con el arma a la cabeza a Rodríguez, el que aún comentaba lo que le había sucedido en el pasillo.

Por la resistencia del gerente, Bernardi efectuó un disparo hacia el techo, cayendo el arma al piso. Bernardi, desencajado, sacó un arma blanca de entre sus ropas y apuñaló al gerente en el abdomen, el pecho, las piernas y los brazos.

Rodríguez, exánime, cayó al piso bañado en sangre, mientras el agresor enfundó el arma y salió corriendo para bajar las escaleras, luego de esquivar a otros empleados de otras oficinas de tercer piso que corrieron hasta el lugar desde donde salían gritos de pedido de auxilio.

En el segundo piso el agresor logró eludir a otros empleados y ensangrentado y sudoroso llegó al primer piso, donde fuera de sí dio un alarido bestial y con sus últimas fuerzas extrajo el cuchillo de entre sus ropas y se cortó la carótida, de la que surgió un chorro de sangre mientras corría hacia una ventana que advirtió abierta. Con sus últimas fuerzas se arrojó a través de ella al vacío, donde tras golpear su cráneo con fuerza en la calle, murió instantáneamente.

Instantes después, -según los testigos-, llegó Rodríguez a los tumbos al lugar, vio el cuerpo exánime de Bernardi y se desvaneció. De inmediato fue trasladado al Sanatorio Británico, donde al día siguiente dejó de existir, a pesar de que fuera intervenido quirúrgicamente.
La policía secuestró la valija del asesino, la que tenía en su interior 6 botellas de litro, llenas de nafta, un frasco de cianuro de 250 gramos y una libreta de enrolamiento.

Ya le habían hallado a Bernardi, en sus bolsillos, 19 balas, una navaja de afeitar y una carta en la que explicaba el homicidio y su suicidio por si su petición no era aceptada.

*

Corría la primavera de 1935, cuando el 18 de noviembre, en un clima de violencia ciudadana poco conocida, se hizo cargo de la Jefatura de Policía de Rosario, bajo órdenes de la intervención nacional, el contralmirante Tiburcio Aldao, un marino que había ingresado a la Armada en 1884 y que había sido jefe de escuadrilla en la provincia de Río Negro. Una vez más, la Armada tomaba la provincia de Santa Fe y por consiguiente Rosario.

Se había desempeñado también Aldao como titular del Cuerpo de Artillería de Costas y del Estado Mayor del Arsenal del Río de la Plata. Además hizo lo propio como comandante del Transporte Guardia Nacional, del Cañonero Rosario, del Guardacostas Libertad y del Crucero Pueyrredón.

También hizo un vuelo rasante por la política actuando en el radicalismo, siendo considerado como uno de los primeros defensores de la política de nacionalización del petróleo.

Los medios de comunicación se ocuparon de él cuando arrestó al comandante de un barco extranjero que había violado la neutralidad argentina. El marino, en 1902, también llevó al Golfo de San Jorge, al primer grupo de familias sudafricanas llegadas al país. Fue precisamente de allí que salió el primer chorro de oro negro, sin imaginar que Punta Borja sería un día Comodoro Rivadavia.

El 13 de diciembre de 1937 volvió a hacerse cargo de la Jefatura de Policía rosarina hasta el 11 de marzo de 1938. Aldao murió en Buenos Aires en 1951.

Foto de tapa: José Félix Uriburu

[1] Abarcusrosario.com.ar 22/06/07
[2] Nota al coleccionista Juan Alberto Yappur en el Diario El Ciudadano 1/8/2005, pág. 11.

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Ricardo Marconi

Licenciado en Periodismo. Posgrado en Comunicación Política. rimar9900@hotmail.com