La «Barrida General»
El rompecabezas de la muerte en Rosario (XXIV)
La “barrida general de delincuentes”, como la calificaban los medios de comunicación en 1932, fue bien recibida por los rosarinos que destacaron la labor emprendida por los jefes policiales de las diferentes secciones.
En ese tiempo, sobre la policía rosarina llovían las perladas gotas de influencia del ex ministro de Guerra de Alvear, Agustín P. Justo, de pensamiento liberal, quién aplicó políticas de seguridad en las que hacía hincapié en la obtención de información sobre posibles rivales militares y opositores políticos o sociales.
Los datos les eran suministrados por una extensa red de inteligencia militar y policial. La historiadora Laura Kalmanowiecki al detallar la situación indicaba: “Aún después que se estableció un gobierno civil en 1932 y más cuando fueron mantenidas algunas formas democráticas y el Parlamento reasumió sus labores, las prácticas represivas inauguradas sobre el régimen perduraron y fueron perfeccionadas y más desarrolladas durante la administración de Justo el aparato policial se tornó más centralizado y nacionalizado”.
“Aprovechemos –continúa Kalmanowiecki- para señalar la duplicación de los aparatos de inteligencia estatales y el inicio de la investigación sistemática de la vida privada de los argentinos, así como la inculcación del miedo al Estado. La vigilancia y la represión se convirtió en rutina y se derivaban informes al poder central”.
En ese período, según la historiadora: “Se incrementó en gran forma la vigilancia anticipada. Las autoridades tenían en la mira a los grupos y estaban listos para sofocar cualquier intento de acción colectiva”.[1]
En abril de 1932, más precisamente en una sesión del Concejo Deliberante de Rosario, se analizó y hubo -es valedero destacarlo- una agria discusión entre los ediles en torno a la clausura de los burdeles y las casas de cita que trabajaban bajo el control del Ejecutivo municipal.
“En el marco de una maratónica sesión, que llegó a prolongarse toda la noche, el debate se polarizó entre el reglamentarismo y el abolicionismo, posición esta última que resultó victoriosa y que fue impulsada por los demócratas progresistas y los socialistas -tanto históricos como independientes- y algunos radicales quienes votaron en forma dividida, a quienes se les concedió libertad de acción.
Con la nueva ordenanza, la ciudad se convirtió en la primera del país en anular los antiguos esquemas prostibularios, postura que cuatro años más tarde se imitó a nivel nacional”.[2]
“Los discursos de algunos abolicionistas coincidían con el de sus oponentes al plantear el sistema de tratamientos compulsivos u obligatorios para con aquellos hombres y mujeres que padecían alguna enfermedad venérea, sin preocuparse demasiado por la cuestión de la libertad individual. Existía un lenguaje de victimización femenina, presente tanto en la prensa como en el discurso de los concejales”. [3]
La banda de “Don Pepe”
El 8 de octubre de 1932, el secuestro de un comerciante adinerado de Venado Tuerto, a manos de la banda de “Don Pepe” enfrentó, una vez más, el accionar mafioso a las autoridades a través del consabido “no sacho niente”[4] era el denominador común ante los interrogatorios policiales.
Ese mismo día la mafia de Rosario cometería un error monumental: el asesinato del periodista Silvio Alzugaray.
El cronista que nos ocupa, luego de concluir su jornada diaria en la agencia del diario Crítica, decidió darse una vuelta por la Jefatura de Policía y por los Tribunales, a fin de obtener información para sus artículos y luego se comunicó con su jefe en Buenos Aires para darle los últimos datos de la mañana. Realizó trámites particulares que venía atrasando por falta de tiempo y ya sobre el final de la tarde, con el ocaso regresó a la pensión de Montevideo y Alvear.
Con la luz de las estrellas llegó el auto con chapa de Oliveros. Descendió uno de sus ocupantes y tras verificar que en la calle había solo desolación, con celeridad cruzó la calle y se dirigió resueltamente a la pensión. Palpó su arma para darse seguridad e hizo llamar al periodista por el encargado del lugar. Desde el interior del vehículo, los restantes componentes del grupo, en silencio y mientras largaban el humo de sus cigarrillos negros, seguían los movimientos del delincuente enviado.
Alzugaray, tras recibir el recado de que una persona lo buscaba, abandonó el comedor y se dirigió al zaguán de la pensión, iluminado con una luz mortecina.
No terminó de abrir la puerta que daba al zaguán para encontrarse con el desconocido que lo convocaba, cuándo cinco disparos, a quemarropa, lo golpearon con fuerza inusitada.
Pequeños chorros de sangre saltaron del cuerpo tambaleante de la víctima y su cuerpo comenzó a ser cubierto por su sangre caliente debido a la fuerza de los impactos. Alzugaray finalmente golpeó su cráneo en el piso, exánime.
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En su oficina, Félix de la Fuente, el encargado de las investigaciones por homicidios, tras analizar los hechos envió varias brigadas a las localidades de Oliveros y Albarellos.
Los cronistas de las sección Policiales, envenenados por la muerte de un colega, popularizaron a Rosario como “La capital de la mafia y de los tenebrosos, mientras la policía se cruza de brazos”.[5]
Dos días después del crimen, los restos mortales de Alzugaray, acompañados por los colegas de la ciudad de Buenos Aires fueron depositados en el cementerio de La Chacarita.
La presión periodística se tornó insostenible y el 18 de octubre se produjo una redada descomunal. Su resultante fueron 89 mafiosos rosarinos detenidos. El diario “La Tribuna”, en la tarde siguiente desplegó en tapa y con tipografía de gran tamaño el título: “Quedan 33 mafiosos en poder de la policía”.
Los abogados “saca presos” se llenaron de plata en 48 horas. El día 20, -a sólo dos días del crimen- el título, menos espectacular relataba: “Sólo quedan 7 presos” y el final del camino no se hizo esperar: el día 22 de octubre de 1932, el título mostraba la realidad incontrastable: “Ya han sido puestos en libertad todos los mafiosos detenidos”.
El crimen se esclareció seis años después, el 16 de marzo de 1938, cuando los mafiosos Michelli, Cacciato y Cacciatore, admitieron su responsabilidad ante el magistrado Desiderio Ivanscich, quien también logró establecer que formaron parte del grupo Felipe Dángelo –conductor del auto en que viajaron los asesinos y descendió para preguntar por Alzugaray en la pensión-, quien se corrió para dejar el espacio suficiente para que los restantes componentes de la gavilla acribillaran a la víctima.
Uno de los detenidos, Cacciatore, no aceptó ser incriminado del homicidio, aunque sí admitió formar parte del grupo. Si no lo hubiera hecho, era hombre muerto.
Las investigaciones criminales pudieron luego establecer que Michelli había conocido a “Chicho Chico” en el hipódromo y luego se transformó en su profesor de buenos modales y lo introdujo en las artes del protocolo social, a la vez que lo asesoró en lo concerniente a la vestimenta que el jefe de la banda debía utilizar.
Michelli, en contraprestación, recibía clases especiales de tiro y de asesoramiento legal para responder oportunamente a las imputaciones de la policía.
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La caída de “Chicho Chico” se produjo a partir de su temeridad sin límites, la que llegó a su clímax cuándo decidió enfrentar a Juan Galiffi, liquidando a Cayetano Pendino, por ese entonces la figura más prominente de la mafia de Rosario.
“Chicho Chico”, Michelli y Caypeone, junto a Tuttolomondo, Bonsignore, y La Torre, se dirigieron a Montevideo al 1300, recogieron a Pendino y regresaron a la ciudad de San Lorenzo, desde donde habían llegado.
Pendino había aceptado acompañarlos, convencido que el objetivo era firmar un acuerdo de paz. La realidad era distinta.
Una vez que ingresaron a la finca en la que se reuniría, el trato displicente con Pendino giró sorpresivamente. Allí fue obligado a golpes a sentarse en una silla, junto a sus compañeros de ruta Curaba y Dainotto.
El trámite fue rápido y eficiente: un alambre enrollado en su cuello terminó con su vida dedicada a full, tanto a crimen como a otros delitos. Sus restos fueron hallados siete años después en “Barranca Rodríguez” y sus asesinos detenidos, a excepción de “Chicho Chico”.
Otros de los que siguieron el camino de Pendino, fueron Curaba, que ni llegó a resistirse, bañado en sudor por el miedo, y Dainotto, quien al advertir que sólo le quedaban minutos de vida, intentó defenderse atacando a golpes a Michelli, siendo dominado y ahorcado con el mismo alambre que abatió a su jefe.
Las averiguaciones practicadas por los investigadores, permitieron determinar que Vicente Hipólito también había participado de los homicidios, aunque de manera tangencial.
Hipólito, también procesado, -un hombre de mediana edad, vergonzoso, dedicado al comercio, siempre impecable en su vestimenta y de personalidad serena, escondido tras sus lentes de oro puro, admitió finalmente –mientras se acariciaba el bigote, un tic que lo acompañó hasta sus último día de vida- que sólo colaboró en trasladar a las víctimas al auto y que no efectuó ningún disparo. [6]
[1] Libro “La Policía”, Andersen, Martín Edwin. P. 103. Editorial Sudamericana
[2] Mariela Mujhall. La Otra Cara. Cuando Rosario dejó de ser “Chicago”. Diario El ciudadano. 6/4/2006. Contratapa.
[3] María Luisa Mújica. Sexo bajo control. 2002. Dicha historiadora investigó la problemática de la prostitución en la ciudad de Rosario, en el período 1900-1912.
[4] En castellano: “No sé nada”.
[5] Diario Crítica. 9/10/1932.
[6] Héctor Nicolás Zinni. La mafia en Argentina. pág. 98